Diez segundos de magia

Cruzando Alvear

Subió al auto y arrancó. Los movimientos de sus manos sobre el volante, de sus pies sobre los pedales, todo salía por instinto. Como de costumbre, su mente consciente se fue a otra parte. Todo iba bien en la casa. Por fin la heladera funcionaba. Ya tenía el lavarropas nuevo. Si solo pudiera dejar al caniche con alguien cuando no estaba…

La separación, catastrófica como había sido, no le había dejado más que las ganas de estar solo. Podía echarse a ver la tele hasta la madrugada, únicamente en calzoncillos. Podía jugar con la consola al juego más sangriento y ruidoso, sin tener que oír quejas. Y podía comer milanesas con papas fritas cada día. En parte, porque era su plato favorito, pero también porque era lo único que sabía cocinar. Y no cambiaría por nada su nueva libertad.

Al fin, un respiro. Al fin, la paz. Tan necesarios. Pero también, qué raro era sentir los pensamientos en su cabeza, como quien grita en una habitación vacía.

Oh, el horrible silencio. Oh, la espantosa soledad.

Era mejor estar en la calle atestada, llenarse de conversaciones inútiles, de los colores chillones de los carteles de la avenida, mientras conducía en el taxi a extraños más felices que él.

Mientras iba en su isla personal, su refugio con ruedas, dejó a una pareja de chicos con remeras de arcoíris en la esquina de Colón y San Martín. Era mediados de febrero, justo ese día en el que a todos se les daba por hacer regalos estúpidos y decirse las cosas más repetidas por los siglos de los siglos como si fuese la primera vez.

Vio de reojo a los ocupantes del auto bajar y tomarse de la mano, para enfilar San Martín arriba a los besos. Molesto, chasqueó la lengua. A esas alturas de su propio duelo, cualquier demostración de cariño entre dos personas le escocía. Detrás, alguien ingresaba y ocupaba el lugar vacío.

Para el conductor, así eran las cosas. Así era el amor. Una serie interminable de ausencias y reemplazos.

—Buenas tardes.

—Feliz día de los enamorados —contestó la nueva ocupante.

No había llegado a la tercera década de su vida, pero ya se sentía anticuado, pasado de moda. Por ejemplo, su pasajera tenía el pelo de color fucsia y los ojos tan celestes que parecían blancos. Llevaba una camiseta plateada cortísima y un short de jean. Y pensar que él se había sentido rebelde haciéndose los claritos* en su adolescencia.

—¿Adónde te llevo? —preguntó, evitando gruñir y avanzando con el auto por la Colón.

—¿Adónde te gustaría ir? —respondió ella.

Él fijó la mirada en el retrovisor, donde la joven lo escrutaba con curiosidad, como si el papel de conductor fuese el suyo. El taxi seguía su marcha por la avenida, no demasiado rápido, no demasiado lento.

—Mirá, nena. No estoy para chistes, hoy. ¿Vas a alguna parte?

—Esa es mi pregunta, Gonzalo. Adónde vas a llegar, con esa inconstancia —dijo la chica, con gravedad en el tono—. ¿No es hora de que madures?

«¿Mamá?» pensó él, horrorizado, antes de pegar un salto en su asiento y frenar con estrépito frente al semáforo en rojo. La calle había cambiado el nombre y se acercaba a otra avenida histórica de la ciudad.

—¿Quién caraj…? —empezó a decir, girándose para enfrentar a la caradura. Pero no pudo moverse de la posición sobre el volante—. ¿Qué pasa?

—Disculpame, pero ya he tenido casos difíciles como el tuyo. Tu hermana, para no ir tan lejos. Ustedes parece que solo quieren complicarme la existencia. Mirá que separarse, juntarse, separarse… Se me acaba la colección de almas compatibles, caramba.

—Qué… pero qué sabés sobre…

—Ahorremos saliva. Desde ahora, vas a darme un gusto y vas a ser feliz por veinticuatro horas con la persona que te voy a flechar, ¿sí?

—Andate a la mier…

—Sí, sí. Creo que tengo a la indicada. Vas a sentir un dolorcito, pero tendrás que agradecerme después.

Así, la muchacha desapareció y el conductor sintió el ardor más espantoso en la espalda. Como una flecha que ingresaba desde atrás. O un pedo atravesado. Lo más extraño vino después. Música, colores, el brillo del sol contra el parabrisas. Él maniobró, aunque fue inútil. La luz lo cegó por un instante; lo demás, es historia.

Los testigos dicen que el choque era inevitable. Ambos autos venían a toda velocidad.

El que los conductores saliesen ilesos fue un milagro. La discusión que se armó entre ellos fue explosiva.

O algo así le contaron a sus nietos, sobre el día en que se conocieron.

 

***

Tercer relato del Febrero Carmesí. Cupido como personaje secundario siempre me sale más cínico de lo normal. 

Esta vez, quise convertirlo en algo más moderno. Espero que haya salido.



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En el texto hay: traicion, amor, crimen y locura

Editado: 14.10.2022

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