«No hay error. Esto ha sido inmolación» se dijo el oficial Emiliano Dely, una vez que hizo el primer análisis de la escena que acababa de encontrar. E intentó contener las náuseas.
El sistema con el que aquel hombre se había asegurado de cortar todo vínculo con el mundo de los vivos revelaba una eficacia macabra. El cuerpo todavía seguía tibio, los miembros habían cesado sus espasmos de sorpresa y la cabeza, lejos de todo, conservaba la expresión neutra con la que su dueño había afrontado el sacrificio final. Porque todo indicaba que aquella mente retorcida había cometido el último de sus crímenes. Y Emiliano había llegado tarde.
Diez años detrás de aquel asesino. Diez años de estudiar cada indicio, cada pista olvidada, intentando adelantarse y salvar a la siguiente víctima. Diez años de ser la burla de sus compañeros en la comisaría y de pelear por su derecho a seguir encabezando la investigación. Y, al final, la identidad del «Verdugo del otoño» siempre había sido la del primer sospechoso. Mientras daba vueltas al lugar, tratando de descubrir la ruta de escape de algún colaborador o la mínima posibilidad de que alguien se escondiese allí, creyó ver la burla en aquellos ojos inertes.
«Todavía me sugestiono, como si fuera la primera vez» se dijo, con amargura, mientras intentaba iluminar con su móvil el camino que menos afectara a la escena para los forenses que estaban en camino.
En la penumbra de aquel sótano, el olor de la sangre se mezclaba con el de los inciensos. El lago rojizo se expandía por el contrapiso de hormigón, cubriendo los dibujos pintados en círculo, alrededor del cadáver —o de lo que había quedado de éste—. El colchón de hojas secas sobre el que descansaba la cabeza del muerto se había desordenado un poco, pero era igual a los anteriores.
Dely no necesitó acercarse a los inciensos encendidos para reconocer los componentes de aquel aroma dulzón, repetidos en cada escena. Localizó la mayor parte de los símbolos de aquella superstición estúpida, que habían ido sumándose con cada víctima, hasta aparecer todos juntos en aquella carnicería final.
Y todo encajó en la hipótesis de aquel ritual antiguo, malinterpretado, de la inmortalidad. El «Verdugo del otoño» había creído que con la sangre de sus víctimas y la propia iba a poder volverse invencible. Y ellos dando vueltas, en interrogatorios inútiles a sospechosos extraños, a simuladores o a fanáticos religiosos. Había estado allí siempre.
«Si hubiese confiado antes en mi intuición...»
Se dijo que el verdugo del otoño le había ganado, de forma definitiva. Ahora nunca podría atraparlo. Es decir, por fin lo tenía, aunque no como había deseado. Entonces una risa, mezcla de resignación y furia, se le escapó cuando llegaba a la única puerta del lugar. Y la furia lo hizo volverse hasta el círculo. Quería patear aquel cráneo abandonado, pisotear los símbolos en tiza, hasta borrarlos, descargar su frustración a gritos hasta quedar sin voz.
Y algo se movió, mientras él se detenía en la oscuridad, desorientado.
No tenía sentido, no había forma de que fuese real. Pero la luna se coló por el tragaluz de aquella cueva de espanto y le demostró que todos los días se descubrían cosas nuevas. Porque, si antes había dudado, ahora estaba seguro: la cabeza del muerto lo estaba mirando. La intensidad con la que aquellos ojos se enfocaron en él le quitó cualquier rastro de energía que hubiese tenido antes.
Hubiera pensado en la cercanía de sus compañeros, en los de Medicina forense que estarían a punto de llegar, en la misma prensa que siempre revoloteaba cuando no la llamaban. Sin embargo, nadie llegaría a tiempo. Lo sabía. El ritual había dado resultado y el mundo jamás lo sabría.
Desde otros rincones de la habitación, los miembros comenzaron a ponerse de acuerdo con el torso y a volver a sus lugares. Dely dio un salto, cuando su cerebro volvió a funcionar para exigirle la retirada, y se dio la vuelta para correr.
En un instante, obra de una ráfaga de viento salida de ninguna parte, la puerta terminó de cerrarse sola.
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Editado: 14.10.2022