Hambre.
No había otra definición para el nuevo mundo. Hambre que dolía y sonaba con fuerza, hambre que obligaba a buscar en los contenedores de basura, hambre que no permitía conciliar el sueño. Ni la muerte había escapado a sus garras.
Es que ahí estaban. Vera podía distinguirlos, a lo lejos, desde el agujero en sus persianas cerradas. La calle estaba llena de muertos, huesos y carne y sangre seca, que se movían porque nadie les había avisado que ya podían descansar. La gente les daba tantos nombres distintos, que solían olvidarse de lo que eran. Muertos desesperados por el hambre, igual que los pocos vivos que quedaban.
—Dejá de perder el tiempo en la ventana cerrada, amor. Me deprimís —susurró en su oído Valerio, con una voz que convertía su piel en terciopelo, su estómago en remolino y sus extremidades en las de una muñeca de trapo.
Entonces ella lo sintió. El aroma intenso se coló en sus fosas nasales y le erizó aún más la piel, le llenó la boca de saliva. Pudo anticipar el sabor ferroso, la textura espesa en su lengua y la euforia por la vida que tomaba en cada sorbo. Pero su amante apestaba en ese momento.
—¡Te has pasado, idiota! —exclamó, asustada, al soltarse y girarse para mirarlo de frente—. ¡Tenía que durarnos un par de meses más!
Él pareció darse cuenta de la situación. De inmediato, cambió su expresión satisfecha por la de un niño que ruega no ser castigado por romper un jarrón.
—Mi Vera, tesoro, no fue a propósito —bromeó—. Intentó escapar, me enojé, se terminó. Buscaremos otro.
—¿Adónde? Lo pregunto de verdad, Val —murmuró la joven de diez siglos de edad—. ¿En dónde queda algún humano que todavía pueda servirnos? Con esos cadáveres cubriéndolo todo, contagiando...
—Los zombies —interrumpió él, con una mueca de asco—. Podríamos probar.
—¡No! ¡Cualquier cosa menos eso!
La palabra zombie era demasiado humana para Vera. Parecía un recuerdo de otra época, antes de que el continente entero cayera bajo la epidemia de los no muertos. Y no había nada más inútil que la sangre de un no muerto para alimentar a otro.
—Luego de diez siglos como predadores respetables. —La voz de su compañero sonó distante, entre la tormenta de arena del desierto de su mente—. Mirá en dónde terminamos.
Vera no podía aceptarlo. Pilas de cuerpos arrojados al río, enterrados en el jardín —u ofrecidos en sacrificio a una investigación policial jamás resuelta— daban testimonio de la ferocidad de ambos. Centenares de almas se agolpaban en las puertas del limbo, reclamando sus destinos incumplidos. Y ahora, toda esa habilidad había quedado encerrada en aquella casona de dos pisos.
—Alguien tiene que hacerse cargo —dijo ella, con los ojos bien abiertos y expresión ausente.
El hambre comenzaba a hablarle bajito, dictándole ideas.
—¿De todo ese lío? —reaccionó Valerio—. ¿Estás loca?
—Sí. Loca de sed. Alguien tiene que limpiar la basura si quiere seguir jugando.
Ella notó en la expresión del vampiro la deliciosa transición de la incredulidad a la comprensión y suspiró aliviada. La música de siempre volvía a sonar entre ellos. La danza de la muerte no tenía ningún secreto, sus pies podían llevar el ritmo y ejecutar los pasos sin ningún problema.
—Tu idea me gusta, querida.
—¿Verdad que es buena? Vamos a salvar a los humanos. Si lo hacemos bien, podremos comer.
Sus entrañas rugían de anticipación. Ya casi podía saborear la recompensa del heroísmo.
—Me encantan tus delirios, Vera.
—Tendré que beber un poco del prisionero —calculó ella en voz alta, antes de volverse a Valerio—. ¿Dejaste algo?
—Yo creo que, si te apurás, todavía lo encontrás en los últimos latidos —la alentó él.
Era el momento justo para ponerse en acción. De haber conservado aquella víctima intacta, hubieran seguido esperando la nada, en la oscuridad. Todo ocurría por algo.
—Luego saldremos —prometió, entusiasmada.
—A cuidar el ganado.
—A salvar el mundo.
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Editado: 14.10.2022