Diez segundos de magia

Última danza

Estaba atrapada, atada por aquellas palabras al círculo trazado con sangre sobre la arena. El frío de la madrugada en pleno desierto la había impresionado, pero no tanto como la sed que brillaba en los ojos del hechicero y sus aprendices cuando la convocaron. La oscuridad del conjuro intentaba cegarla, la densidad del aire era asfixiante y, sin darse cuenta, ella sola ya había levantado un remolino de fuego que se perdía en las alturas. Con todo, seguía presa de quien fuese que la había llamado.

El mayor de todos, un humano rodeado de un aura tan pesada que era imposible de ignorar, le hablaba a gritos, sin cesar. Repetía palabras inconexas, una y otra vez. Y Aruni sacudió la cabeza, desesperada. Chilló en su propia lengua. Lo único que logró fue entusiasmar más a los otros humanos del círculo, que la observaban como si se la fuesen a devorar.

Ella hubiese querido avisarles que ya tenían su atención, que no necesitaban seguir molestándose con demostraciones. ¿Qué favor querían pedirle? ¿De qué falta contra la naturaleza querían hacerla cómplice? Pero no sabía nada sobre el lenguaje de los humanos. Apenas sabía comunicarse con las salamandras de los niveles superiores, que la llenaban de órdenes y de prohibiciones de acercarse a los límites de aquella dimensión. A una elemental tan joven como ella, la curiosidad la había puesto en una situación de la que no podría salir.

Entonces, se le ocurrió apostar por utilizar la energía del lugar. Kidara era un terreno tan castigado que latía con magia propia. Tal vez ni ella misma saliese intacta de aquello, pero comenzaba a sentir que aquel hechicero no estaba interesado en lograr su cooperación por las buenas. Destruir, escapar y luego enfrentar el castigo de no ascender jamás. O morir allí, para que su esencia fuese repartida entre aquellos humanos de ojos aterradores.

Al momento de hacer su elección, un sonido de afuera del círculo la interrumpió. Fue una voz poderosa que se metió en sus pensamientos y hubiera sido la causa de que su resistencia se rompiese, de no ser porque tuvo el mismo efecto sorpresa en su captor.

—¡Basta!

Era el grito de un humano, un joven que acababa de encontrarse con la escena del ritual y no parecía contento. La confusión del hechicero fue palpable, porque empezó a hablar en un tono mucho más calmado, aunque pareció tener problemas para enhebrar lo que decía. Y Aruni sintió que envidiaba aquella capacidad de comprensión entre ellos. Hubiese dado lo que fuese por saber qué acababa de decir aquel chico. 

El mayor perdió su concentración, los demás hambrientos parpadearon, sin el brillo extraño en sus miradas, y las amarras invisibles que la mantenían allí se hicieron débiles. Al demonio con las palabras. Eso fue suficiente para ella.

Lo que siguió a aquello fue más que obvio: convertir en una bola de fuego al humano que osaba meterse con una salamandra de nivel ejecutor era lo menos que podía esperarse. Aunque, del resto, se encargó el otro joven. Aruni había caído en la cuenta de que iba a perder todo lo que había logrado con aquella falta. Los elementales no estaban para hacer daño a ningún ser que poblase la tierra. Aunque las reglas no estuviesen hechas para casos excepcionales como aquél.

Igual, podía ser que nadie supiese lo de aquella noche y ella ascendiese para ayudar a cambiar del todo aquellas reglas estúpidas.

Se dio cuenta, en ese instante, de que el chico era el único que quedaba con vida en semejante escenario. Aparte de ella. Y le hablaba, desesperado. Aruni lo observó, fascinada. No entendía uno solo de los sonidos que él emitía, pero sabía que lo había asaltado el mismo arrepentimiento por lo que acababa de ocurrir. Con la diferencia de que ahora venían más. Y podían elegir no seguir metiéndose en líos.

Él perdió la paciencia y dejó de hablarle, para alzar las manos y taparse el rostro, al borde del llanto. Aruni sintió que la invadía la ternura. Y se juró que algún día le agradecería el favor, como era debido. Antes de que una horda de humanos llegase hasta ellos, en medio de aquella noche que volvía a ser oscura y fría, alzó un dedo y los transportó a ambos lejos de allí.

Dejó al muchacho en las cercanías de un huerto familiar, en un pueblo al otro lado de la frontera. Ella volvió a su dimensión, dispuesta a no acercarse a los límites de nuevo.

No pudo ser. Las altas esferas saben todo lo que se necesita saber. Más cuando se trata de asuntos tan delicados que pueden perjudicar o beneficiar a ambos mundos. Y así, Aruni se vio relegada a tratar con los asuntos de los elementales que vivían en la tierra de los humanos, incluso de aquellos que osaban mezclarse con ellos al punto de engendrar híbridos.

Aprendió sobre las palabras, el poder que puede lograrse a través de ellas. Recordó la última que el mago maldito había pronunciado para eliminarla y robarle su energía. La usó para dar nombre a la ciudad refugio que levantó para que fuera su base. Y supo sobre los cazadores. Seres despreciables, que tomaban a todo el que fuese diferente, que tuviese una pizca de sobrenatural en su sangre y la exprimían con el fin de convertir ese mundo en algo plano, apagado, seco.

Se convirtió en la alcaldesa de una ciudad en la que los cazadores entraban, buscando presas para convertir en pesadas bolsas de monedas, y ya no salían. Cada vez que veía llegar a un mago de ojos inquietos, temía ver de nuevo a aquel chico. Esperaba no volver a encontrarlo, no así. Porque las palabras ya no surtían efecto en ella y, si las escuchaba, no eran más que la música bonita del preludio a los gritos y las súplicas, las maldiciones, que luego se derretían junto con la carne. Podían brillar hasta morir. Podían llenarse de gloria por un momento, si querían. Los suyos estarían a salvo mientras ella mandase allí.

Un día, uno de sus sirvientes llegó con una descripción de lo más extraña sobre un grupo de tres forasteros. Lo envió a darles la bienvenida, como siempre hacían con los caminantes desprevenidos, mientras ella se escondía como bailarina en el palacio dorado del centro. La ciudad entera los observó, como un solo ojo. Sintió que era valuada en oro y sus habitantes eran tasados como piezas a ser vendidas. Los que habían cruzado las puertas de Refulgens eran cazadores. Aruni ya había perdido la cuenta de todos los que había eliminado hasta el momento.



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En el texto hay: traicion, amor, crimen y locura

Editado: 14.10.2022

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