Diez segundos de magia

TuYo

Tenía el horario nocturno en el mini super esa semana. El primer lunes, eran apenas las doce y todavía me quedaban seis horas de trabajo, pero no podía con las ganas de terminar e irme a casa. Me sorprendía de haber aceptado eso de los turnos rotativos por un mísero aumento. También había influido el sweater de edición limitada de mi diseñadora favorita con el que Suzy, la chica del turno tarde, me había convencido para no ser ella la única. La del turno noche había renunciado, así que tomaríamos sus horas y su parte del salario, semana de por medio, hasta que apareciera alguien fijo para reemplazarla.

Estrené mi soborno de lana para darme ánimos. La alegre combinación de colores no hacía mucho efecto mientras sostenía la escoba y barría los pasillos entre las góndolas.

Las doce y cuarto. Ni un auto en la calle. Puse algo de música y me ubiqué detrás del mostrador de la caja, para dedicarme a mi novela. Tardé dos segundos en dejarla de lado, inquieta. Tal vez leería alguna revista del local. Cuando ya fantaseaba con llenar algún sudoku y luego volver a dejarlo a la venta, mi primer cliente atravesó la entrada, sin saludar. Se llevó la combinación de velas aromáticas, salsa picante y guantes de cocina, pagó sin mirarme y se marchó. Muy bien, me dije, nada de conversaciones incómodas con vecinas entrometidas de la zona. El segundo deambuló, de forma sospechosa, hasta que pidió cinco raspaditas de la fortuna y una revista con la portada de una joven con pechos tan grandes como su cabeza (o eso imaginé, con las etiquetas de censura debajo de su cuello). Olvidó dos de las raspaditas y se las guardé, por si regresaba a buscarlas. No volví a verlo. El tercero me hizo una descripción excesiva del tipo de condones que necesitaba, observándome con atención morbosa. Le recomendé tres de los más caros y lo amenacé con llamar a la policía si no compraba. Llevó cuatro cajas de cada uno y no dejó de mirarme, ni cuando llegó a la esquina de la vereda del frente. Bendito exterior vidriado.

Entonces entendí la naturaleza de la renuncia de la chica anterior, o la muerte de Giggy —la alcancía de Suzy— en sacrificio por mi sweater nuevo. Trabajar de noche es la puerta hacia otro mundo. Uno llega a descubrir criaturas que no sería capaz de distinguir a la luz del día, en la misma ciudad, la misma cuadra de siempre. Y no había visto nada, hasta que sonó la campanita de la puerta que anunciaba mi siguiente anécdota.

El cliente fue directo a las heladeras y yo recordé que no había acomodado las latas de cerveza. Mis manos casi soltaron el cajón cuando llegué hasta ahí y lo vi bien. Allí estaba, el mismo sweater que se suponía que era tan caro y difícil de conseguir, en un chico un poco más alto que yo. La misma lana en colores alegres, el mismo tejido delicado y la misma manía de combinarlo con un fondo más oscuro. El alma de Giggy perseguiría por siempre a la mentirosa de Suzy. O a este imitador barato de ropa de marca. Maldito fuera, oink, oink.

Sé que debió sorprenderse, como mínimo. Se quedó mirándome, con sus ojos redondos y oscuros bien abiertos. Como si hubiese adivinado mis pensamientos porcinos, en los que lo arrinconaba contra la heladera de lácteos y lo obligaba a confesar de dónde había sacado eso que llevaba puesto. Luego me pareció escuchar a mi madre, diciendo que no sabía vestirme con personalidad sino que elegía todo lo que me ponían las pasarelas por delante. Aquel chico no solo compartía mi sweater. Si hasta llevábamos los mismos borcegos negros y pantalones cargo debajo. Tristísimo.

Volví a la caja y pasé por el lector los productos que él compraba sin mirarlo a los ojos. Lo oí mascullar un «gracias, buenas noches» y no salí de mi vergüenza hasta mucho después de que la campanita sonara por otro cliente.

+++

Pasaron los días, mi amiga juró que el sweater era original y único en la sucursal de aquella provincia y me mostró el recibo de pago para convencerme. A mí ya no me importaba mucho. Prefería deprimirme con aquel golpe a mi buen gusto. Así, aparecí cada día con un atuendo distinto, ya fuese de colecciones de años anteriores, o de la tienda de rebajas que tan contenta ponía a mi madre.

Para la siguiente ronda de turnos nocturnos, aparecí con una chaqueta de cuero de imitación negro que nada tenía que ver con el adorable sweater de colores. Luego de ver salir al pervertido de la jornada con un cargamento de crema para manos, papel de baño y revistas Cosmopolitan, el chico raro volvió a aparecer. Y no, no me refiero al que todavía no había regresado por sus raspaditas de la fortuna. Mi imitador esta vez se había lucido, con la misma chaqueta barata y jeans oscuros con zapatillas blancas. Me miró y noté la sorpresa, luego el desdén detrás de su medio flequillo castaño. Debió ser eso de quedarme sin palabras lo que le permitió ignorarme, tomar el cesto e ir hacia las heladeras. Me enfurecí. Lo vi dar vueltas, indeciso, junto a la sección de frituras. Me levanté y quise ir a enfrentarlo, preguntarle si tenía algún problema, al estilo de los pandilleros de las películas de adolescentes problemáticos yanquis. Por suerte, me detuve a tiempo de cometer semejante estupidez. En cambio, me puse a observarlo, como si no tuviese nada más que hacer. Estaba al fondo del pasillo, con el cesto a un lado y atándose los cordones de la zapatilla derecha. De pronto, su perfil me sonaba de alguna parte. Y no se veía tan mal, para ser de la colección de raritos noctámbulos del local. En eso pensaba, cuando fui sorprendida por su propia interpretación de lo que era un chico rudo.

—¿Pasa algo? —me preguntó, todavía inclinado y con los dedos entrelazados sobre los cordones del calzado.

—No. ¿Por qué la pregunta? —retruqué, tensa.

—Por nada —murmuró, dando por terminado el intercambio.

Se levantó, tomó una bolsa de chizitos tamaño extra grande e hizo de cuenta que yo era parte del mobiliario.



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En el texto hay: traicion, amor, crimen y locura

Editado: 14.10.2022

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