Córdoba, 13 de octubre de 1922
Querido mío:
Escribo estas líneas, como confesión desde lo más hondo de… de mi culpa, de mi desgracia y desesperación. Espero sepas hacer caso omiso a mi dramatismo y no dejes a medias la lectura de esta carta, porque eso significará que me has perdonado.
¿Cómo empezar a explicarme? Sé que puede parecer que estoy intentando restarle importancia a lo inexcusable, pero ya entenderás.
Esta mañana, he tomado el tren hacia las sierras con él. Fuimos juntos, tomados de la mano. Pero quiero que sepas que cualquier mínimo roce de su piel me ha hecho el mismo efecto que aquella vieja iguana que solemos alimentar en mi patio. Sí, ya sé que soy una amante de los reptiles, pero es justo por eso que se me ha hecho tan difícil lo que ha ocurrido a continuación. Y solo eso, amado mío.
Porque armar la maleta para el picnic ha sido cosa de un momento, escoger un sombrero ni se diga y, luego, el frasco con el veneno dentro de la botella con la salsa ha quedado listo en un instante. Sabes que soy práctica y eficaz.
Lo más difícil ha sido la pala. Hacer semejante recorrido el día anterior con la herramienta, menos pesada que la mirada del resto de los pasajeros, casi me ha hecho retroceder en mis planes.
Pero aquí estoy, querido. Aún no anochece, el cuerpo de él todavía no se enfría y solo parece dormir, en paz, sobre la manta verde escocesa que tanto te gustaba. Ahora que lo recuerdo, sobre esta manta nos dimos aquel beso, lo siento. Porque busco en el improvisado escondite de ayer la bendita pala y no la encuentro. Porque olvidé tirar sus cartas, amenazándome con revelar nuestro secreto si no le daba lo que me pedía. Y porque tendré que envolverlo en la preciosa manta y dejarlo aquí, mientras corro a la estación en busca del primer tren que me lleve lejos.
Ahora nuestro secreto es tuyo. Las cartas, mi colección de sombreros y la iguana. Maldito sea quien se haya robado esa pala.
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Editado: 14.10.2022