-Vamos a darnos prisa, ¿quieres? Ya van a dar las once de la noche-. Le dijo Alberto en tono suave al ver que los pasillos de la central de autobuses estaban atiborrados de gente presurosa que caminaba en dirección a los andenes.
Brenda no lo soltó de la mano a pesar de que él había inyectado una mayor fuerza a sus pasos. Por el contrario, le apretó más de la palma.
-Es el andén diecinueve.
-¿Llevas el boleto listo?- Preguntó ella.
-Si, amor, en mi bolsillo.
Esa tarde del domingo, Alberto estaba a punto de partir con rumbo hacia la ciudad de Tampico, como lo venía haciendo desde hacía un año atrás cuando la Secretaría de Educación del Estado le había otorgado la plaza de maestro en una escuela primaria de dicha ciudad y había tenido que emigrar allá dejando a su novia en su natal Ciudad Victoria, pues ella apenas cursaba de estudiante en una Escuela Normal de Profesores en la capital de Tamaulipas.
Esa despedida parecía diferente a otras. Alberto, desde que salieron de casa de ella, había notado que Brenda parecía estar más triste de lo que acostumbraba en despedidas anteriores, pues tenía una expresión gris en el rostro que podía acompañar al color de la noche.
Alberto le había preguntado qué era lo que le estaba ocurriendo, que cual era el motivo que la hacía traer esa cara larga y opaca, que la veía nerviosa, como si estuviera pensando en algo malo, y que eso lo preocupaba de sobremanera, que quería que ella estuviera bien y que si había alguna situación complicada que tuviera la confianza de contarle, que él la escucharía como siempre y que la amaba demasiado porque era tan linda y no merecía estar así. A lo que ella simplemente se había limitado a responderle que nada, que todo estaba bien, que le dolían las piernas de tanto haber caminado en la plaza esa tarde y que jamás volvería a usar zapatillas de tacón alto en los días de paseo, aunque amara tanto hacerlo.
Pero Alberto vio cómo, al volver ella al silencio, bajó la mirada y tragó saliva.
¿Nada? Quiso rebatir pero prefirió quedarse callado, pues sabía que el motivo, como cada quince días, era el mismo; la inminente despedida ocasionada por la forzosa necesidad de que él volviera a la ciudad de Tampico a ganarse la vida. Aunque en su cabeza, Alberto insistía que en esa ocasión había una actitud muy diferente en ella, pues la conocía bien y sabía que algo más le estaba ocurriendo. Indudablemente, una daga estaba atravesando el corazón de su novia. ¿Pero porqué era que ella no quería contarle? ¿Qué cosa tan grave podría estar ocupando sus pensamientos y angustiandola?
Brenda no dejó de tomarlo de la mano y apretarlo con fuerza hasta que se detuvieron frente al parabrisas de un autobús de color azul metálico que ya aguardaba en el andén y que tenía una pantalla digital por donde se desplazaba la palabra Tampico.
Alberto se detuvo y flexionó un poco las rodillas para dejar caer la maleta en el piso. Cuando su mano estuvo libre, hizo un movimiento rápido para acomodarse mejor la gorra en su cabeza y enseguida puso los ojos en el rostro de ella. Le sonrió.
Brenda lo seguía mirando con pesar, sintiendo un nudo en la garganta que evidenciaba sus ganas de soltarse a llorar. Alberto torció una sonrisa y parpadeó conmovido por ese par de ojos hermosos y grandes que lo estaban viendo con congoja y que le fascinaban. Definitivamente no había algo más bello que lo cautivara en este mundo que la mirada de su atractiva novia. Aunque en esa ocasión ese rostro encantador luciera eclipsado por una nube húmeda que amenazaba con convertirse en un torrente de lágrimas.
Alberto no quería verla llorar. La contempló por algunos segundos embelesado de su belleza. Brenda era poseedora de un rostro moreno angelical, bordeado por una melena larga y lacia que le llegaba hasta la media espalda. Tenía unos labios carnosos que cuando entreabría dejaban observar una línea dental perfecta de color blanco como una concha de mar. Todo eso adornado por un par de ojos color miel que lanzaban un brillo estelar de seducción.
-Me encanta verte. Eres preciosa. Te amo tanto.
Alberto no pudo resistir la tentación de acercar los labios a la boca de ella para humedecerla. Brenda, al sentir la caricia, cerró los ojos por dos segundos y enseguida volvió a abrirlos para seguir hundiendo esa mirada de tristeza en los ojos de él.
-Te prometo que pronto ya no habrá más despedidas.
-Cada vez que te vas, me partes en dos.
-Escucha, Brenda, falta muy poco para que nos casemos.
-Dos semanas. ¿Acaso no te das cuenta que es demasiado?
-Exageras, mi amor. Dos semanas se pasan volando. Además volveré un par de días antes para ultimar cada detalle de nuestra boda.
-Ya está todo listo. Tu padre y la señora Juana me han hecho favor de ayudarme a entregar las invitaciones.
-Ellos están muy emocionados con nuestra boda.
-¿Todo va a salir bien, verdad?
-Desde luego, mi amor. ¿Por qué lo dudas?
-Tengo miedo, Alberto.
-¿Miedo? Vamos amor, es normal que estés nerviosa. A todas las novias les pasa por la cabeza que algo va a salir mal, pero tú y yo nos hemos encargado de que todo marche bien. No tienes ningún motivo para preocuparte.