Dime que deseas

Prólogo

No hacía frío, no demasiado. Había una tranquila briza que paseaba de este a oeste causándole escalofríos a la gente y obligándola a refugiarse en pequeñas porciones de tierra donde el sol pegaba, para que la cálida sensación de los rayos de luz causara en la piel un sentimiento contrario.

La tierra se levantaba cada vez que pasaba un carruaje tirado a caballo, a trote suave. Los niños se cruzaban de un lado a otro por la calle, jugando entre ellos y persiguiendo balones de cuero gastado, mientras sus madres vigilaban desde los balcones, sacudiendo telas o colgando la ropa al sol.

En el parque, acomodadas sobre lonas coloridas en el césped había un par de parejas, susurrándose cursilerías al oído y riendo por pequeños comentarios que flotaban en el aire. Junto a algunos perritos que correteaban por la calle, cantaban algunos pajarillos volando por el cielo azul, que aunque parecía estar perfecto, no estaba del todo despejado y había alguna que otra nube nadando por su mar.

 

Había un niño que no estaba jugando con el resto. Corría un poco agitado esquivando mujeres de clase alta que caminaban con parsimonia charlando sobre que habían hecho la última vez que se habían juntado con su club de lectura y en cómo les iba en su matrimonio, saltando algunos perritos que corrían por la vereda y bajando la cabeza cada vez que tenía que esquivar a los pobre hombres trabajando, que transportaban pesadas cosas dentro de algunas tienditas. Cuando llegó al final de la vereda dobló para la izquierda y pasó por debajo de una cerca maltrecha. Entró a la gran casa ignorando los saludos que las jóvenes le hicieron mientras tendían la ropa y alimentaban a las gallinas. Se adentró a la cocina, ignorando el llamado de atención que la cocinera le propinó y subió por las estrechas escaleras de empleados hasta el piso de arriba, donde se detuvo ante la puerta que llevaba a los dormitorios de las mucamas. Respiró hondo. Abrió la puerta y trotó entre tropezones hasta la habitación que encabezaba el fondo del pasillo. Entró con tranquilidad y en silencio, con miedo a que la mujer que se encontraba recostada dentro despertase, si es que estaba dormida por supuesto.

 

—Mehiel.—la femenina voz sonó un tanto rasposa, la mujer le sonrió con delicadeza y el pequeño niño tuvo miedo de que con solo esa acción, su cuerpo se hiciese pedazos. La fémina se aclaró la garganta y suspiró, irguiéndose en la cama con torpeza y dificultad, señalándole, con una simple acción, al muchacho que se sentase en la silla de madera que reposaba al lado de su cama. Mahiel hizo caso.

 

—Mamá.—susurró. Sus cortas piernitas colgaban de la silla balanceándose de atrás hacia adelante, mientras acomodaba su ropa medio manchada y arrugada por haber estado revolcándose en la pradera tiempo atrás.

 

—¿Te alejaste demasiado jugando hoy?—su voz sonó cálida, casi como un suspiro. Pestañeó con pereza y sonrió débilmente. Su frente estaba un tanto aperlada por el sudor del poco esfuerzo que hizo para sentarse en la cama. Tenía unas notorias ojeras debajo de los ojos, y el tinte verde que tenían estaba ya un poco opaco. Su palidez extrema resaltaba lo poco nutrido que su cuerpo estaba.

 

—No mami, te lo juro.—mintió él. Intentó sonreír, pero no lo hizo.

 

—Ay, hijo mío.—se le escapó una dolorosa risa que la hizo toser en el acto, pero aún así, esa sonrisa hecha desde el corazón, se mantuvo intacta.

 

—Cuéntame un cuento. El de los deseos.

 

—Está bien, pero ten cuidado cuando salgas a jugar.—con un pesado suspiro, carraspeó de nuevo.—Hace muchos, muchos años, en este mismo pueblito donde ahora abunda la gente, vivían solamente un par de campesinos en casas de paja y yeso. Subsistían gracias a la lana de sus ovejas y los huevos de gallina que comerciaban día a día con algunos pueblos vecinos. Era un pequeño pueblito donde reinaba la felicidad junto con los buenos deseos. De un día para el otro, el pueblito enriqueció. Nadie sabía que había sucedido, pero donde antes reinaban los buenos deseos, comenzó a reinar la codicia. Todos tenían oro y buenas vestimentas, joyería cara y vestidos de seda.—se obligó a sí misma a respirar hondo y sus manos temblaron a la vez que acomodaba la colcha que tapaba su regazo.—Un día lluvioso, un noble viajero de no muchos recursos, se detuvo en el pueblito para pasar la noche. Con las pocas monedas de oro que tenía encima, pudo costear una pequeña y simple habitación en una posada de no mucho valor. En la noche, paseando por la pequeña posada, se unió a la pequeña cena que estaban llevando a cabo los demás inquilinos del lugar, contando historias, bebiendo un poco de tibia leche con hidromiel. En una de ellas se le ocurrió preguntar cómo había logrado el pueblito, enriquecerse tanto de un día para el otro. Un hombre de barba larga y blanca, de aspecto ceñudo, con muchas arrugas en la cara, giró a verle con detenimiento y contestó. “El noble más noble de todos los nobles, Lord Griel, es el causante de este milagro. Se dice que ha usado magia”—la preciosa y demacrada mujer agravó su voz a la vez que decía el diálogo, Mahiel rió.—Pero el noble viajero no quería creer que todo eso se había hecho con magia. Así que volvió a preguntar, esta vez mucho más curioso y mucho más serio. “Mira, hijo mío, si no me crees, puedes retirarte, pero yo no soy un mentiroso. En alguna parte del bosque, hay un pozo. Si tiras tu pertenencia más valiosa allí, se hará realidad el deseo que más anheles, pero recuerda, hijo mío, que el deseo más anhelado viene con un precio muy grande” contestó el hombre y con sabiduría le dio un largo trago a su vaso de leche con hidromiel. El día siguiente, antes de partir para su pueblo, el noble viajero se adentró a los verdes bosques del pequeño pueblito en busca del pozo. Pero nunca llegó a encontrarlo.



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Editado: 16.02.2018

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