CAPÍTULO 70. Ciudad de las Sombras
Quizá era de noche. Estaba acostada sobre algo suave, sobre hierba o una alfombra. Alrededor reinaba la penumbra; vi sobre mí estrellas pálidas y dos lunas. Una era grande y amarilla, brillaba en el horizonte, tal vez saliendo o tal vez escondiéndose más allá. La otra, mucho más pequeña, de color celeste, se alzaba casi en el cenit. Sus luces se entremezclaban creando un matiz verdoso en el crepúsculo. De pronto, escuché una voz lejana.
—¡Marta! ¡Marta! —alguien me llamaba, con urgencia, con insistencia, con obstinación.
No quería levantarme, porque me sentía cómoda y tranquila. Era como si al fin hubiera regresado a casa tras largos años de vagar. Y ahora descansaba, gozando del silencio.
—¡Marta! —escuché de nuevo la voz.
"Ay, alguien no me deja en paz", pensé con fastidio, y tuve que levantarme de la hierba suave (sí, era hierba) y seguir la voz.
La noche estaba llena de luces. El resplandor plateado de las estrellas, la luz de las lunas, unas pequeñísimas luciérnagas en la hierba, flores-lámparas brillantes que abrían sus cáliz al pasar yo y luego, tras iluminarme el camino, se cerraban de nuevo como ojos, todo me sorprendía y emocionaba con su belleza. Donde mis pies pisaban, todo comenzaba a brillar, y luego se apagaba. Así avancé por un sendero extraño, hasta llegar a una colina alta desde donde se abría ante mí una imagen insólita.
Ante mis ojos, en el valle, yacía una ciudad extraña, como una semiesfera gigantesca. Estaba compuesta por un sinfín de caminos luminosos, túneles brillantes y transparentes, espirales relucientes, franjas, líneas quebradas y círculos, todos unidos en un orden misterioso. Sobre esas curvas y vías resplandecientes se movían miles de sombras. Desde aquí, a lo lejos, esas sombras parecían pequeñas y sin forma.
—¡Marta! —resonó más cerca, y me di vuelta.
Un hombre se acercaba. Donde pisaba, también aparecía un sendero resplandeciente. Se detuvo junto a mis pies.
—¡Marta, te encontré, amada mía! —exclamó el joven.
Vestía una camisa sucia, que algún día fue blanca, su cabello despeinado, un poco rizado, le caía sobre los hombros, bajo un ojo tenía un moretón oscuro, y en la frente una herida vieja sangraba un poco.
—¿Quién es usted? —pregunté sorprendida.
—Marta, soy yo, Orest —dijo el joven, desconcertado, acercándose más y mirándome al rostro.
—Orest —repetí.
El nombre del joven rodaba en mi lengua como una cereza dulce. Una emoción extraña encendió mi alma, ecos de un sentimiento tierno hacia ese hombre que me resultaba tan familiar y cercano.
—Yo... —susurré suavemente—. Yo... no recuerdo.
El joven se quedó inmóvil un instante ante mis palabras, luego se acercó y dijo:
—Recordarás, Marta, lo harás, tienes que hacerlo, porque yo haré todo lo posible para que así sea. Como tú lo hiciste una vez por mí.
Y no dijo más. Se volvió también hacia la ciudad. Dijo:
—La Ciudad de las Sombras.
Algo se agitó en mí, algún recuerdo. Pero se desvaneció sin prenderse en pensamiento.
—Vamos, tenemos que averiguar cómo volver a casa —dijo Orest.
Me tomó de la mano, y bajamos al valle, hacia el enredo de líneas luminosas, curvas y rotas, llenas de sombras.
Mientras caminaba, pensaba: ¿Quién soy? ¿Por qué ese extraño y al mismo tiempo extrañamente cercano joven me llama Marta, y yo comprendo que soy yo? Sí, soy Marta. ¿Y eso es todo lo que recuerdo? ¿De dónde vengo? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué es este lugar? Esas preguntas giraban en mi cabeza como polillas nocturnas alrededor de una lámpara. Y no tenía respuestas.
Mirando el orgulloso perfil de mi compañero, sentía que me deleitaba en él, que me sentía orgullosa de él, y feliz de que estuviera aquí. Mi palma descansaba tan natural y suavemente en su mano, como si fuera lo más normal, como si lo hubiera hecho mil veces antes. Mi cuerpo, al parecer, recordaba su caricia, pero mi mente era como una puerta cerrada con ciento diecisiete llaves. Para abrir todas esas cerraduras y obtener respuestas, necesitaba muchas llaves. Pero, al parecer, las había perdido todas.
Mientras tanto, habíamos descendido al valle. La ciudad estaba más cerca, ya se oían susurros, bullicio, el chirrido de miles de extrañas carrozas transparentes que se movían a gran velocidad sin caballos, sin béstias, sin nadie, por sí solas. Tal vez era magia. Todas esas carrozas viajaban dentro de unos tubos hechos de un material que parecía vidrio o cristal. Solo se escuchaba el susurro al pasar, haciendo giros bruscos, entrando en ángulos quebrados, espirales o círculos.
—Tenemos que ir allá —señalé la torre de cristal más alta, que se alzaba sobre toda la ciudad.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó sorprendido Orest, y luego él mismo respondió su pregunta:
—Ah, debe ser tu sombra salvaje la que lo sabe. Draf decía que podía ayudar al Valle a cerrar el paso al reino.
—¿Valle? ¿Reino? ¿De qué hablas, Orest? —pregunté.
— Nada, Marta. No importa. Tal vez ahora eres más sombra que persona. He comprendido una cosa: aquí, en este mundo, eres distinta. Es tu sombra quien te guía. Eres la misma, pero distinta. Existiendo de forma intuitiva, natural, como una flor o, por ejemplo, el viento. El que es extraño soy yo, porque ya no tengo sombra.
Editado: 14.08.2025