― ¿Te parece si te busco cuando vuelva de casa de Rupert? ― preguntó cuándo por fin llegamos al edificio de Nancy
― Llámame
― Pensándolo mejor, la verdad no sé cuánto vaya a tardar, no quiero que te quedes esperando mi llamada ―se rascó la barbilla ― Si quieres puedes esperarme en el apartamento, ¿tienes la llave que te di cierto?
Asentí y saqué el llavero de mi bolsa, mostrándole la llave que pertenecía a la puerta de su casa.
Sonrió y el verde en sus ojos se volvió más brillante
― Guarda tu desmaquillante en tu bolsa ―dijo― quien sabe, quizá te convenza para que te quedes esta noche conmigo... Otra vez
Al final siempre sí terminó convenciéndome de quedarme ahí durante la noche, y lo mismo sucedió la noche siguiente y la siguiente y la después de esa. Parecía que nos costaba estar alejados durante tanto tiempo, o quizá era que queríamos aprovechar todo el tiempo juntos que pudiéramos. Estábamos en los que muchos llamarían la etapa de luna de miel en las relaciones, solo que sin lo que se hace exactamente en una luna de miel. Aiden no me presionaba, ni siquiera lo mencionaba y yo se lo agradecía.
Eran como unas vacaciones dentro de las propias vacaciones
Los minutos, las horas, los días pasaron y en cada segundo juntos yo empezaba a comprender la grandeza del infinito. Estaba consciente de que no existía la perfección y que él tenía tantos defectos como virtudes pero cada cosa nueva que aprendía de él, día a día, solo me hacía quererlo más, ante mis ojos, él lo era. Perfecto. Mis sentimientos crecían y crecían como una llama que era alimentada a cada hora, ¿podía una llama ser alimentada tantas veces sin explotar? ¿Existía un límite? Unas veces pensaba que sí, otras, estaba segura de que no.
Tenía que existir un balance ¿cierto?
Pero nada de eso parecía importar, al diablo el balance. Algo que se sentía tan bien, que daño podía hacer.
Ninguno
Lo sabía, lo sabía mientras nos dirigíamos hacia la Vieja Ciudad. Rumbo al castillo de Edimburgo
A Aiden casi le da un infarto cuando se enteró de que hasta ahora no había puesto un pie en él. Bodric había prometido traerme pero por alguna razón siempre se aplazaba y se aplazaba. Entonces Aiden decidió que deberíamos de ir hoy, tomó sus llaves y salimos, montándonos en su carro
Aparentemente era una especie de pecado capital haber estado tanto tiempo aquí y no visitar el lugar más emblemático de la ciudad. Por mi parte, no me importaba mucho si lo conocía o no pero para Aiden si.
Aiden parecía tan emocionado de mostrarme el lugar, en cuanto nos bajamos del carro y pagamos la entrada, empezó a señalarme diferentes lugares del Castillo y a contar diferentes anécdotas, no pude evitar sentirme sorprendida. ¿Quién diría que Aiden sabía tanto de historia?
El castillo de Edimburgo era, obviamente, un viejo castillo, una antigua fortaleza construido con piedras en lo alto de una roca volcánica, cerca del siglo XII. Desde aquí se podía observar la ciudad entera, logrando que la vista te quitara la respiración, también hacía frío, muchísimo, al menos yo estaba congelándome, Aiden por otra parte lucia normal, acostumbrado al clima.
― ¿Ves ese cañón allá? ―señaló uno de los tantos cañones que se encontraban en el Castillo, pero este, a diferencia de los demás estaba alejado, apartado por una cuerda en una esquina.
Asentí
― Se llama el Cañón de las trece horas, es el que suena todos los días a la una
Mis cejas se alzaron
― ¿En serio? ―me sorprendí― he estado preguntándome durante todos estos meses de donde provenían esos cañones. Te lo juro, me asusta cada vez
Aiden se rió y se sentó en un banquito, apreciando la vista, haciéndome señas para que me sentara a su lado
― ¿Por qué suena? ―quise saber
― Dicen que un capitán de la Marina Británica vino para acá en 1861 y se dio cuenta de que todos los relojes marcaban horas distintas, lo cual hacia que cada persona tuviera su propia hora, imagínate el desastre que eso generaba, por lo tanto este capitán vio necesario poner en hora todos los relojes y consiguió que se dispararan varios cañonazos a las 13 horas, basándose en la puntualidad británica. ―explicó― Los cañonazos sonaban todos los días a esa hora, excepto los domingos y días festivos hasta que se volvió una tradición. De niño solía contar los minutos que faltaban para que sonaran. Era mi momento favorito del día
Sonreí ante la imagen de un Aiden de cinco años esperando a que sonaran unos cañones que atormentaban los tímpanos de cada ciudadano.
― Y los sábados eran los días que más ansiaba. ―lo miré curiosa. El rostro de Aiden estaba abierto, relajado― Papá solía traernos a Rupert y a mí todas las semanas. ¿Ves aquel banco de allá? ―señaló un banco a unos cinco metros de nosotros, una vieja pareja de casados estaba ahí, descansando― Papá nos compraba un helado y nos sentábamos ahí, todos los sábados, a esperar que sonaran los cañones. Mamá a veces se enfurecía ―rió― cuando nos entreteníamos más de lo usual y llegábamos tarde para el almuerzo, entonces ella tenía que recalentar todo... Lo siento amor, no podrás ver el espectáculo hoy