Dime que ves

Dime que ves

Últimamente Alemania había estado percibiendo que su corazón se volvía más pesado a cada día que transcurría.

Cada noche la pasaba despierto. Sin importar lo exhausto que se sintiera luego de un largo día de trabajo, cada noche era un martirio que se veía obligado a soportar. Incluso había comenzado a tomar pastillas para dormir, pero de nada servía para contrarrestar la profunda melancolía que le aquejaba.

Muchas veces se había quedado en el suelo de su habitación, frente a la ventana, mirando embobado el cielo nocturno sin ningún motivo en realidad. Se había resignado a tratar de hallar a alguien que lograra comprender la tristeza que ni él mismo entendía. Llevaba ya semanas arrastrando el pensamiento de que lo tenía todo... y a la vez no tenía nada.

Su mirada cada día era más vacía. Su voz había perdido fuerza al sonar. Él mismo reconocía que ya no era capaz de entrenar a sus dos aliados con el mismo ímpetu de siempre. De repente se sentía fracasado, como si de la noche a la mañana hubiera dejado de ser bueno en todo lo que alguna vez le elogiaron. Aún cuando él se esforzaba por ser eficiente, sentía que no era tan bueno como debería y entonces se sentía frustrado. ¿Acaso eso era a lo que le llamaban una crisis emocional? Porque, francamente, él no se sentía como en una crisis, se sentía como un fracaso.

Recuerdos buenos como el de su historial militar le atormentaban, pensando en que jamás volvería a hacer algo tan grande porque se había roto de una forma irreparable. El simple hecho de pensar así le empeoraba el estado anímico. Sentía que era el prisionero de sus emociones, y que éstas no le liberarían tan fácilmente. Como buen militar que era, pensó en pedir refuerzos, ¿pero a quién?, ¿a Italia, a Japón? Él muchas veces había sido el soporte emocional de ambos, no podía permitir que lo vieran así. Pero, ¿realmente él soportaba verse a sí mismo de ese modo, acabado y abatido?

Se había cansado de buscar respuesta y simplemente procrastinó esa investigación para otro momento. Por eso había empezado a tomar esas pastillas, quería dormir para dejar de pensar en lo débil que se había vuelto.

Por los días, consideraba que era injusto tener la responsabilidad de irradiar estoicismo. ¿Por qué tenía que ser el fuerte cuando se estaba desarmando a cada día que transcurría? Le encantaría por un momento ser como Japón, o como Austria, que aunque tuvieron sus épocas doradas también se les había visto deprimidos. Él no podía darse ese lujo, no se podía permitir mostrar debilidad. Tal vez era por lo que los demás fueran a pensar, o tal vez porque su propio orgullo alemán le ordenaba soportar ese dolor por sí mismo.

Ese día, como tantos otros, al llegar a casa se encerró en su despacho tras llevarse consigo algunas botellas de cerveza. Dejó la estricta orden de no molestar antes de cerrar la puerta. Se sentó en su escritorio, encendió un cigarrillo, retuvo el humo por un momento en su boca, se dejó caer en el respaldo de su silla, mirando al techo, y exhaló aquél rastro grisáceo con lentitud.

Se tomó un momento para mirar las figuras que se formaban en el espacio, dedicándole una completa atención a la forma en que su pecho le dolía, como si tratara de buscar alguna metáfora para describirlo con exactitud. Tal vez el decir que había un ancla que trataba de sumergir a su corazón en un océano de lamentos sería adecuado, sin omitir que entre más se esforzara su corazón por subir, más daño le hacía el gancho que lo jalaba a las profundidades de la miseria.

Le dió otra calada a su cigarrillo, y tras esperar unos segundos luego de soltar el humo, se decidió a abrir la cerveza que reposaba en su escritorio. Ese trago fresco y refrescante tuvo un cierto efecto en él, uno que le hizo sentir menos mal por el simple placer físico que le brindaba. Y así dio el mismo resultado la primera botella, y la segunda, e iba por la tercera cuando le llamaron a la puerta.

—Largo —ordenó con firmeza, sin un ápice de tacto.

—Señor Alemania, la señorita Italia ha venido a verlo —escuchó la voz de uno de sus subordinados al otro lado de la puerta. Alemania simplemente soltó un suspiro de extenuación.

—Estoy muy ocupado ahora. Que vuelva mañana —decretó con acritud y volvió a calar su cigarrillo.

—Pero dice que es urgente, señor.

—No me importa qué tan urgente sea. Si no puede atarse la cuerda de las botas puede ir a pedir ayuda a Japón, o simplemente aprender a hacerlo por su cuenta.

—Alemania, soy yo —entonces la aguda voz de su aliada se hizo sonar, reflejando en su tono cierta tristeza por sus palabras—. ¿Estás enojado conmigo? ¡Lo lamento! No quise hacerte enojar cuando esa pizza aterrizó en tu rostro, fue... fue un accidente.

—Maldita sea —musitó con enojo—. ¡Italia, sólo lárgate! —terminó por gritar para acabar de una vez con el monólogo de su aliada.

—Alemania... —un agudo lamento se escuchó, pero no había sido suficiente para llegar al corazón del más fuerte físicamente, pero el más débil en ese momento, que a merced de sus estropeados y heridos sentimientos, prosiguió hablando.

—¡Vete! No voy a jugar contigo, y tampoco quiero comer pasta. Lo único que me apetece es que me dejes sólo. Siempre te metes en problemas porque eres débil, incompetente para la guerra e incapaz de aprender una sencilla estrategia. Si quieres redimir todas las molestias que ya me has generado, entonces regresa por donde viniste y déjame tranquilo.

—Yo... Alemania... —La joven castaña no alcanzó a terminar, pues unas cuantas lágrimas habían salido a recorrer sus mejillas sin que se diera cuenta. Se cubrió los labios cuando sintió que se generaba un nudo en su garganta, y salió corriendo de ahí, avergonzada y herida por esas palabras.

«Soy idiota» pensó entonces el varón justo cuando la escuchó alejarse. Él ni siquiera sentía ni una de las cosas que había dicho, no sabía por qué lo había hecho, pero por culpa de su imprudencia había herido a la nación que más le importaba en el mundo.




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