Era un día cualquiera, pero para una familia de cuatro —el padre, la madre, su hija, el gato Motita y el perro Burbuja— marcaba el inicio de una nueva vida. Se dirigían a un nuevo pueblo, una tranquila localidad rural donde todos se conocían, aunque ellos aún no lo sabían. Su llegada ya era tema de conversación entre los habitantes.
—Papá, ¿ya vamos a llegar? —preguntó la hija con impaciencia.
—Ya casi, hija, falta poco —respondió él, contagiado por la alegría de la niña, quien ansiaba descubrir su nuevo hogar.
—¿Estás emocionada por ver dónde viviremos? —inquirió la madre.
—¡Sí, mamá! ¡Quiero ver mi nuevo cuarto! ¿Cómo es la casa?
—Es una casa muy antigua, pero muy bien conservada —explicó la madre—. Tiene dos pisos, un sótano, un desván, y un lindo jardín con un columpio atrás.
Cada detalle avivaba la emoción de la pequeña.
—¡Por fin llegamos! ¡Aquí es! ¡Este es nuestro nuevo hogar! —anunció el padre.
Los ojos de la niña brillaron al contemplar la casa.
—¡Es impresionante, mamá, papá! ¡Quiero ver mi cuarto!
Corrió hacia la puerta, desbordante de alegría.
—¡Espera! ¡No te vayas a caer! Ve con cuidado, cariño. Escucha a tu padre, ve despacio.
—¡Sí, mamá, sí, papá!
Al cruzar el umbral, los tres sintieron un escalofrío que les recorrió el cuerpo sin entender su origen.
—Parece que la casa es un poco fría, cariño. Tendremos que ponerle calefacción —comentó la madre.
—Sí, creo que tienes razón —asintió el padre.
—Mamá, papá, ¿puedo ir a ver mi cuarto?
—Está bien, pero ve con cuidado y no corras —advirtió la madre.
Mientras buscaba su habitación, la niña exploró la casa, comenzando por las habitaciones de la planta baja: la cocina, la sala y el comedor. Al pasar por la puerta del sótano, el escalofrío volvió a manifestarse. Sin darle importancia, subió a la segunda planta. Tras buscar un poco, encontró la habitación que deseaba: un cuarto amplio, con muebles antiguos, una cama roja y una lámpara vintage.
—¡Mamá, papá, este es el cuarto que quiero!
—¡Vaya, qué buen gusto tiene nuestra hija! Se ha quedado con el cuarto más grande y más bonito.
—¡Yo lo gané! Papá dijo que podía tenerlo —exclamó la niña.
—Está bien, hija, puedes quedártelo. Pero antes ve por Burbuja y Motita, que siguen en el auto. Deben de estar desesperados por salir.
—¡Sí, papá!
Con gran felicidad, la niña se dirigió al coche para recoger a sus mascotas, pero al llegar notó que el perro y el gato estaban inmóviles, como hipnotizados.
—¿Qué pasa, Motita, Burbuja? ¡Bajen! Ya llegamos a la nueva casa.
Las mascotas no reaccionaban; seguían inquietas y quietas. Al intentar bajarlas, comenzaron a temblar.
—¿Qué les pasa? ¿Tienen frío? Vengan, vamos, deben conocer su nuevo hogar...
Era como si una fuerza invisible les impidiera acercarse a la casa. Percibían algo más en ese lugar.
—Hija, ¿qué pasa? ¿Por qué demoras tanto? —llamó el padre.
—Papá, Motita y Burbuja están raros, no quieren bajar del auto.
—Está bien, hija, déjalos con la puerta abierta. Ellos mismos bajarán cuando quieran. Ven, mamá ya está pidiendo pizza para comer.
—¡Sí, pizza! ¡Quiero de queso!
La noche llegó y las mascotas seguían fuera de la casa, negándose a entrar.
—Es hora de dormir, hija. Mañana seguiremos desempacando. Primero vete a bañar —dijo la madre.
—Sí, mamá.
A la medianoche, algo despertó a la niña.
—¿Qué pasa? ¿Quién eres? ¿Quieres que te acompañe? —preguntó con inusual normalidad a una voz que la llamaba.
Bajó las escaleras y, al llegar frente a la puerta del sótano, se detuvo, invadida por el miedo.
—Me da miedo ir allí abajo, está muy oscuro. ¿Por qué no subes tú?
Ante la insistencia de la voz, la niña, armándose de valor, abrió la puerta del sótano y descendió lentamente. De repente, una luz se encendió, revelando un espacio sucio, con muebles viejos y cajas. Pero algo destacaba: una gran puerta roja con extraños grabados.
—¿Quieres que abra esa puerta? ¿Y dónde está la llave?
—Está en el desván. Es una llave dorada, grande y antigua.
—Está bien, pero la buscaré mañana. Tengo mucho sueño.
—¡No! Dije que ahora. ¡Tengo mucho sueño! —insistió la voz.
La niña discutía sola, hasta que la luz se tiñó de un rojo sangre, asustándola.
—¡Ya basta! ¡Mamá! ¡Papá! —gritó repetidamente hasta que fue escuchada.
—¿Qué está pasando, cariño? ¿Qué haces aquí abajo? —preguntó la madre.
—Es que un niño me llamó para que abriera una puerta. Le dije que esperara hasta mañana y él se enojó y me asustó.
—¿De qué estás hablando, hija? Aquí no hay nadie. Ven acá, cariño. Vamos, te llevaré a la cama. Debiste tener una pesadilla.
—¡No estoy mintiendo, mamá! Ese niño estaba aquí y quería que abriera la puerta.
—Ya, está bien. Vamos a la cama, mañana hablamos de ello.
Mientras tanto, el padre observaba la puerta, hipnotizado por su antigüedad y sus extraños grabados.
—Cariño, ¿qué pasa?
—No pasa nada, ya voy.
Mientras todos se alejaban, los símbolos de la siniestra puerta cambiaban.
A la mañana siguiente, la niña intentó convencer a sus padres de lo sucedido, relatando lo de la llave en el desván que el niño quería que encontrara para abrir la puerta.
—No, no subas al desván, hija. Está lleno de suciedad y puede haber cosas peligrosas. No vayas a subir, ¿entendiste?
—Sí, mamá. ¿No se subirá? ¿Puedo irme a jugar con Burbuja?
—Está bien, pero no vayas muy lejos.
La madre y el padre discutieron lo acontecido, pensando que el niño era un amigo imaginario, aunque también les preocupaba la misteriosa puerta del sótano.
—Cariño, voy a intentar abrir esa puerta para ver qué hay detrás —dijo el padre.
Intentó abrirla varias veces sin éxito, hasta que recordó la mención de la llave. Intrigado, se dirigió al desván: un lugar oscuro y polvoriento, repleto de cajas y objetos.