La madre, con una determinación férrea, se abofeteó con fuerza y repetía:
—¡Ya está bien! Tengo que ser fuerte por mi hija. ¡No dejaré que esto me venza!
Sus lágrimas se detuvieron. Fue al lavabo, se lavó la cara con agua fría, y en el espejo vio lo demacrada que estaba. Sin embargo, sus ojos ardían con la resolución de proteger a su hija. Se arregló por completo para no mostrar debilidad ante ella.
—Hija, despierta. Es hora de desayunar. Ven con mamá.
La niña no hablaba: solo gemía. Parecía que la poca fuerza que le quedaba la había abandonado; incluso sus lágrimas estaban secas.
—Hija, toma: esta es la medicina que recetó el doctor; es buena para ti.
La niña, sin dudar, la tomó. Era como una muñeca que seguía las instrucciones de su madre, aunque seguía temerosa de todo a su alrededor. Cada pequeño ruido la ponía en alerta, y su madre lo notaba.
Pasaron varios días. La madre continuó llevándola al psicólogo, pero no hubo mejoras. La niña ni siquiera hablaba: siempre alerta, cautelosa, moviéndose como un fantasma y encerrándose en su cuarto. La madre, cada vez más desesperada, veía que la medicina no surtía efecto y el médico no podía determinar lo que sucedía; aun así, no se rendía y seguía mostrándole a su hija la determinación que poseía.
—Cariño, nuestra hija no mejora… parece empeorar. Ya no sé qué hacer: el doctor no dice nada y las medicinas no funcionan. ¿Qué podemos hacer?
—Ya hablé con mi jefe. Pedí unos días; trabajaré desde casa para estar más pendiente de ella. No te preocupes, pronto se resolverá. Estoy seguro.
Las palabras de su esposo le brindaron algo de calma: con él, creía, encontrarían una solución. Sin embargo, cada noche la madre sufría pesadillas en las que aquella criatura la atrapaba. Amanecía con miedo acumulado, pero frente a su hija nunca mostraba ni una pizca de temor; se lo guardaba para ella, y ni siquiera se lo mencionaba a su esposo.
—Cariño, ya que mañana no vas a la oficina, ¿podrías encargarte de nuestra hija? Debo salir a hacer algunas cosas.
—Está bien, yo me haré cargo de ella hasta que vuelvas.
—Y por favor, no olvides ver cómo siguen Burbuja y Motita. Desde la última revisión están raros: no entran a la casa, están callados y no juegan. El veterinario dijo que podrían estar estresados por la mudanza y que esperemos a que se acostumbren.
—Está bien, los veré. Yo me ocuparé de todo; ve con calma.
Gracias, cariño. Ahora podré ir a un médico para mí; no sé cuánto más resistiré con estas pesadillas, pensaba ella.
A la mañana siguiente, la madre despertó de otra pesadilla. Con rostro cansado se levantó, se vistió, dejó una nota a su esposo —“Vuelvo por la tarde”— y se marchó a buscar ayuda. Al salir, el esposo la observó por la ventana: su expresión era la de un monstruo con ojos negros y una sonrisa retorcida.
El marido fue lentamente al cuarto de su hija. Cada paso pesaba. Abrió la puerta: la niña dormía. La tomó en brazos y se dirigió al sótano. A mitad de escalera, la niña despertó; al ver lo que ocurría, pataleó y luchó, pero aquella cosa no la soltaba.
—Tranquila, hija, tranquila… todo terminará pronto —susurraba.
Los gritos de la niña resonaban por toda la casa, pero nadie podía escucharlos.
—¡Mamá, mamá, ayúdame! —repetía con voz quebrada.
La puerta roja se abrió sola. Al cruzarla, la oscuridad parecía eterna. Al entrar, se cerró lentamente detrás de ellos, ahogando los gritos de la niña:
—¡No… Mamá!
—Doctor, tengo pesadillas que no me dejan en paz; no puedo descansar y cada día estoy más cansada. No sé qué hacer.
—Debe de ser el estrés por los problemas de su hija. Le recetaré unas pastillas para conciliar el sueño: necesita calmarse. El estrés puede ser letal; tenga cuidado.
—Gracias, doctor; necesito recuperarme para estar al lado de mi hija.
—Su hija es importante, pero no debe descuidarse usted. Procure descansar.
—Sí, gracias, doctor.
Esa tarde, al llegar a casa, la madre sintió que algo era distinto. Al cruzar la puerta, tuvo un presentimiento: algo no estaba bien. Subió primero al cuarto de la niña… vacío. Angustiada, recorrió la casa:
—¡Hija! ¿Dónde estás? ¡Cariño!
De pronto escuchó ladridos en el exterior. Al asomarse, vio a su hija jugando en el columpio con su padre, Burbuja y Motita. Parecían felices, un sueño hecho realidad. Lloró de alegría: su hija volvía a la normalidad. Corrió al patio y, al verla, la pequeña se abalanzó:
—¡Hija! ¿Estás bien? ¿De verdad?
—Sí, mamá. Estoy bien… perdón por preocuparte… pero ya estoy bien.
Al abrazarla, la madre sintió algo extraño, pero lo ignoró.
—Eso es lo que importa. Traje tu helado favorito; está en la cocina —dijo.
—¡Gracias, mamá!
—Cariño —preguntó después—, ¿cómo lograste que nuestra hija mejorara?
—No es nada. Hablé con ella y le hice ver que no tenía por qué temer.
—Si fuera tan simple, ¿por qué no hablaste antes?
—Recuerda que antes me temía y no podía acercarme.
—Es cierto… pero gracias. Me alegra verla mejor —sonrió la madre.
—No hay de qué; también es mi hija. Vamos adentro.
Pasaron la tarde como una familia común: rieron y jugaron. Pero, en su interior, la madre no estaba en paz: algo no cuadraba, aunque intentaba ignorarlo.
Llegó la noche. Todos dormían, excepto la madre. Intranquila, recordó:
—Olvidé tomar las pastillas… Tal vez por eso no concilio el sueño. Hoy fue un gran día, pero algo no me deja tranquila…
A medianoche escuchó pasos acercándose. Quiso moverse: estaba paralizada. No podía emitir sonido. Intentó despertar a su esposo, pero su cuerpo no respondía. La puerta se abrió lentamente; sus ojos temblaban de miedo, el sudor recorría su piel, su corazón galopaba.
—Mamá… mamá, ¿estás despierta? —susurró la voz de su hija.
Recuperó el control del cuerpo al ver que era la niña.
—¿Hija? ¿Te pasó algo?