DINASTÍA
Capítulo 2: Niño bonito
Narrado por Miley
Estoy en mi nueva habitación. Sentada en la orilla de una cama que no elegí.
La mirada perdida.
No pienso. No siento. Solo... floto.
Hace una semana estaba en la cocina robándole frutas a Nana para hacerla renegar.
Hoy estoy en casa de los Miller.
Con un anillo prometido, un vientre vacío… y una vida que ya no me pertenece.
¿Embarazada a los dieciocho?
¿De alguien a quien apenas conozco?
Todavía me arde la garganta de tanto suplicar que me bajaran de aquella camioneta.
A mis padres no les tembló la mano.
Liam también gritaba. Exigía explicaciones.
Nadie contestó. Nadie escuchó.
La única que lloró fue Nana.
Mi única constante. La única que estuvo siempre.
En mis cumpleaños. En mis desastres.
Incluso cuando nos burlábamos de su esposo Jorge, mi exguardaespaldas.
Después de esto, solo ellos me duelen.
Solo ellos me faltan.
Mi estómago se revuelve. Quizás por el hambre, quizás por la angustia.
No he comido en días. Apenas pruebo el desayuno. El resto… ni tocarlo.
A veces pienso:
Si me enfermo, tal vez ya no les sirva.
Quizás así dejen de verme como un receptáculo con apellido.
El clic del cerrojo interrumpe el silencio.
Miro hacia la puerta, esperando a la chica del servicio.
La que entra, deja la bandeja y desaparece.
Pero no.
Hoy trae compañía.
Entra él.
El niño bonito.
Y detrás, la pelirroja con su paso rápido y el cabello saltando como si huyera de algo.
Perfecto. Justo lo que me faltaba: visita del semental designado.
¿Y si viene a “cumplir el deber”?
—Buenos días, señorita —dice la chica, haciendo una leve reverencia.
—Buenos días —respondo, mirándola directamente.
Le regalo una sonrisa. La primera sincera en toda la semana.
Ambos se quedan estáticos.
Ella como si hubiera escuchado hablar a una estatua.
Él, frunciendo el ceño.
Supongo que pensaban que no hablaba.
—Con permiso —murmura ella, y se va como si le quemara la bandeja en las manos.
Liam se queda. Me observa. Sin disimulo.
Me encojo. Me abrazo las piernas. Me escondo.
No pienso hablar. No pienso nada.
—¿No piensas comer? —pregunta.
Está más cerca. No lo escuché moverse.
—¿Quieres que me alimente para garantizar la producción del heredero, *niño bonito*? —respondo sin mirarlo.
Él sonríe. Una sonrisa arrogante. Como si la situación le resultara divertida.
—Me voy una semana y cuando vuelvo, mi *dulzura* apenas prueba el desayuno.
Qué desconsiderada.
Lo miro con desprecio.
—¿Podrías salir de mi habitación? Apenas empiezo a sentir hambre y tu estúpida cara lo arruina.
—Por si no lo recuerdas, esta es mi habitación. Al menos hasta que nos casemos, *dulzura*.
Suelto una carcajada. Corta, amarga.
—Soñar no cuesta nada, *niño bonito*.
Él me sostiene la mirada. Los músculos tensos.
Por un segundo, algo en su expresión titubea.
¿Duda? ¿Molestia? ¿Dolor?
Pero se recompone rápido. Demasiado.
Bien.
El que pudo ser mi único aliado… ya está del otro lado.
—Hay unas personas que quieren conocerte. Así que vas a comportarte como una buena novia. ¿Entendido?
—¿Y qué te hace pensar que me interesa conocer a nadie? La última vez que lo hice terminé encerrada en casa de una familia de idiotas que quiere embarazarme.
—Solo compórtate. O lo vas a lamentar.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Separarme de mi familia? No me queda nadie. Ni padres, ni amigos, ni dignidad.
No tengo nada que perder.
Él se acerca de golpe. Me toma del brazo.
Me levanta.
Me pega a su cuerpo.
Su frente toca la mía. Su aliento caliente. Su mirada… afilada.
Mi cabeza late. Pero no aparto los ojos.
—Voy a decírtelo claro, *dulzura* —susurra, casi con ternura disfrazada de amenaza—. A menos que quieras que tu querida Nana y Jorge terminen en la calle, vas a hacer lo que se espera de ti.
—Ellos no trabajan para ti. Son empleados de mis padres —respondo, intentando sonar segura.
—Los despidieron el día que te fuiste.
Y créeme, *dulzura*, puedo asegurarme de que nadie más los contrate.
El corazón se me encoge.
—¿Y qué podría hacer un don nadie como tú, hijo de puta?
—Pruébame —dice, con esa sonrisa que ya estoy aprendiendo a odiar con toda el alma.
—¡Eres un…!
—Cuidado con lo que dices, *dulzura*.
Recuerda quién pagará las consecuencias.
Me quedo en silencio.
No porque lo tema.
Sino porque lo odio.
Y el odio, a veces, también necesita estrategia.
Él se aleja. No sin antes dedicarme otra de sus sonrisas de vitrina.
Definitivamente odio a este idiota.
Pero si él cree que puede domarme con amenazas y apodos dulzones…
Entonces no tiene idea de con quién se metió.