Diosa Oscura

Capítulo 0: Peligrosa normalidad

Hicieron falta al menos tres días para recoger y reconocer a los cuerpos que se amontonaron en ese campo de batalla maldito. Centenares de cadáveres cubrieron la tierra bañada por la sangre y vísceras de aquellos destinados a morir.

Solo un cuerpo fue llevado lejos de allí en un reluciente y tallado ataúd, un cuerpo teñido con el color de la derrota, pero que aún inerte y sin vida, seguía inspirando respeto y miedo para quienes se atrevían a mirarlo muy de cerca.

La Reina Loba yacía inmóvil y cubierta de la sangre que sus enemigos hicieron caer sobre ella, la cual se mezclaba con el triste carmesí que de sus heridas mortales se derramaba.

Pero… las leyendas nunca mueren…

Los dioses no sangran…

Al menos eso rezaba el Moonlak.

Y es que Enya no era más que una princesa desterrada, una reina salvaje, pero no una diosa. La Nefyte aún no podía proclamarse como tal, seguía siendo tan mortal como el más pequeño de sus krishnas, tan indefensa en aquel mundo de tinieblas, como un lobo recién nacido.

Los prisioneros no opusieron resistencia al ver a su líder muerta, sin ella se sentían perdidos, y era mejor aceptar el trato de Tristan que seguirla hasta el reino de las sombras, no podían permitir que su muerte hubiera sido en vano. Estaban en desventaja, divididos y derrotados, y el rey de Firetown utilizó esto para impedir que se sublevaran. El miedo siempre había sido la mejor arma del monarca, y una vez más demostraba que era una muy poderosa.

Uriel no había dicho una palabra en todo el trayecto a la fortaleza militar adyacente al palacio, él aquella madrugada no solo había perdido a una hermana y a decenas de amigos, sino que había visto morir al amor de su vida sin poder hacer nada. La vida se escapó de los ojos de Cristel como la niebla cuando se va reduciendo hasta desaparecer, y el líder de los krishnas quiso ir tras ella, pero algo dentro de él le decía que aquella guerra no había hecho más que empezar, y que cuando las armas se alzaran nuevamente, él estaría ahí, dirigiendo hordas de hombres con sed de sangre, decidido a llevarlos a la victoria o morir intentándolo. Un verdadero guerrero era llevado a Aekris para vivir eternamente entre los grandes, no se quitaba la vida como un vil e inservible cobarde.

Cleissy no volvió a verse desde su pequeña reunión con Enya y Kilian durante el combate. Lo más seguro para ella era que hubiese vuelto a refugiarse dentro de los muros de Cidris, ningún cerinie estaba seguro fuera de su mundo ahora, e incluso aquí, los tambores de guerra ya sonaban, pero su madre no la vio regresar. Friga esperó intranquila durante todo el día siguiente, pero no fue hasta la noche próxima que la reina de las hadas recibió una agridulce sorpresa que le devolvió esperanzas a la vez que apagaba su mirada.

El general por su parte, continuaba débil, demasiado, aun así insistió en cargar el ataúd que transportaba el cuerpo de aquella mujer que lo llenó de sensaciones que creía dormidas, pero que a la vez, con su partida, apagó la llama que había encendido dentro de él, dejándolo una vez más sumido en las más profundas tinieblas. Por supuesto, su deseo fue prácticamente imposible, las heridas que había sufrido en el combate eran graves. La espada que Enya enterró en su abdomen, si bien no había comprometido ningún órgano vital, sí le hubo provocado una hemorragia bastante peligrosa que tuvieron que atender con rapidez luego de recogerlo desmayado por tercera vez en la tierra fría y ensangrentada que vio tener lugar al combate. Egan era fuerte, se resistía al letargo como el guerrero que siempre había sido, pero su cuerpo seguía siendo humano, y la fatiga total fue inevitable, dos semanas pasó en el hospital antes de recobrar la conciencia nuevamente.

El rey hizo construir una enorme pira en cuya cúspide sobresaldría la caja de madera que contenía el cuerpo de su hermana, y se marchó cuando supuso que las llamas lo habían consumido todo, pero no dejó que las extinguieran, ordenó que las dejasen apagar naturalmente, concluyendo de esta forma con algún extraño ritual que sólo él conocía. Egan, por supuesto, no pudo estar presente en la inesperada ceremonia, pero en el sueño profundo que le dejaba la inconsciencia, veía llamas oscuras, pactos de sangre y sentía risas que podrían helar hasta al mismísimo volcán del Fénix; era como si en su mente pudiera describir el regocijo de las sombras al obtener su mayor premio: La Reina Loba. Solo una voz lo mantenía en este mundo, una voz que no reconocía pero que su mente sí parecía recordar, una voz que le susurraba en todo momento: no te rindas, pequeño, estoy aquí contigo…

Los días pasaron y ni el general ni el rey se dirigieron la palabra. Tenían mucho de qué hablar, pero se evitaban el uno al otro como la luna al sol. Tristan estuvo en sus aposentos los tres días que duró la recogida de cadáveres, y permitió que tanto nativos como habitantes de Firestown dieran el último adiós a sus fallecidos, sin interponerse en las ceremonias. Ni siquiera Kaia, Althina o Balior, lograron que dejara su habitación, donde se dedicó a escribir como un poseso figuras y frases en una lengua que solo él entendía.

El dios de la muerte relucía en su mundo de tinieblas. Juraba que Aekris había adquirido un tono mucho más hermosamente lúgubre desde que el alma de Enya se incluía entre los caídos en combate que adornaban su reino; y el buen humor del que gozaba desde entonces era lo que permitía que la chica de cabellos blancos pudiera pasar tiempo a solas con la exreina de Firestown, mientras él pululaba entre ambos mundos, viéndose, muy pronto, libre al fin.




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