***La Reina del Campo***
El sol ascendía en el horizonte, inundando la vasta extensión de tierra con una luz dorada que parecía lamer la sequedad del suelo. Valeria Montenegro, con la piel curtida por incontables jornadas bajo el sol y unos ojos verdes que evocaban la frescura de los campos tras un aguacero torrencial, avanzaba con su viejo rifle Winchester descansando sobre el hombro. Su cabello, de un rojo intenso y rebelde, cortado a la altura de la nuca por pura practicidad, danzaba con destellos escarlata bajo la inclemente luminosidad. Las pecas que salpicaban su rostro se difuminaban con el polvo fino del sendero, otorgándole la apariencia de ser una criatura nacida de la tierra misma, una mujer cuyo espíritu había sido forjado por el sol despiadado y el esfuerzo constante.
A pesar de que la marca de sus veinte años era aún reciente, sus hombros ya soportaban el peso invisible de innumerables responsabilidades. La conciencia de su propia belleza física era algo que nunca la había perturbado. Su cuerpo, con curvas generosas que recordaban la sinuosa elegancia de un reloj de arena antiguo, moldeado quizás por el propio destino implacable, era para ella una mera herramienta, una vasija sin mayor importancia en la lucha diaria por la supervivencia.
Desde la penumbra fresca del establo, Tomás, el capataz de la hacienda, la observaba con una silenciosa devoción, apoyado contra la áspera madera de una viga. Alto, de una presencia física imponente y con un atractivo viril que a muchas habría cautivado, era para Valeria una figura más del paisaje, tan esencial como el pozo de agua y tan poco relevante en sus afectos. La amaba, con una intensidad callada que se había arraigado en su corazón como una enredadera persistente, aunque las palabras jamás cruzarían sus labios. ¿Para qué perturbar la independencia indómita de Valeria? Ella no pertenecía a nadie, era un espíritu libre como el viento que barría las llanuras.
—Sabes que no tienes por qué encargarte tú misma de marcar el ganado, Valeria —se atrevió a decir finalmente, su voz grave rompiendo el silencio matutino mientras la veía preparar el hierro al rojo vivo sobre las brasas.
Valeria soltó una risa breve y áspera, sin desviar la mirada de la res paciendo a unos metros. El brillo metálico del hierro candente reflejaba el fuego en sus ojos.
—¿Y perderme la única parte que vale la pena? Ni se te ocurra, Tomás. Es la satisfacción de dejar mi huella, ¿sabes?
El hierro incandescente silbó al contacto con el cuero del animal, y un olor acre a carne quemada se extendió en el aire, mezclándose con el aroma terroso del campo. El capataz tragó saliva, su mirada fija en la escena, una mezcla de fascinación y una punzada de algo parecido al dolor. Algún día, pensó con una sombra de tristeza cruzando su rostro, quizás alguien logre domarla, marcarla de una forma que la haga sentir… poseída. Pero ese alguien no seré yo.
****El Amo del Acero****
La luz natural parecía rehuir la opulenta oficina de Zarek Kallistos. Su mundo no conocía la calidez de los campos abiertos ni la promesa de las mañanas doradas. Su reino se alzaba imponente en la frialdad del acero pulido, la solidez del concreto y la implacable fuerza del dinero. Vestido con la precisión de un traje negro de corte impecable, el reloj de pulsera que adornaba su muñeca, una pieza exclusiva cuyo valor equivaldría a la fortuna de muchos, centelleaba discretamente, un símbolo tangible de la opulencia que lo rodeaba y definía. Su estatura imponente, casi un metro noventa y cinco, se complementaba con una mandíbula angulosa, cincelada como la de una estatua clásica, una piel de un tono moreno intenso y unos ojos de un azul penetrante, fríos como el hielo de un invierno eterno.
Su más reciente conquista irrumpió en el sanctasanctó de su oficina sin el más mínimo anuncio. Las lágrimas resbalaban por su rostro maquillado, su voz quebrándose en sollozos entrecortados. Zarek permaneció impávido, sin siquiera dignarse a levantar la mirada de los documentos esparcidos sobre la brillante superficie de su escritorio de cristal.
—¿Por qué, Zarek? ¿Por qué me desechas así, como si no fuera nada?
Él exhaló un suspiro cargado de fastidio, un gesto que denotaba un aburrimiento profundo ante la repetición de una escena familiar.
—Sabías perfectamente cuáles eran los términos desde el principio, Isabella. No hay sorpresas aquí.
La mujer intensificó su llanto, los sollozos ahora más audibles y desesperados. Octavio Kallistos, el elegante presidente de unos cuarenta y siete años, observaba la escena con una discreta compostura desde su sillón de cuero italiano. Su porte distinguido y su atuendo impecable, aunque informal para estar en la oficina, reflejaban el poder y la sofisticación que emanaban de su posición.
Antes de que la mujer pudiera articular una súplica más, la eficiente secretaria irrumpió en la oficina, sosteniendo una tableta digital en sus manos perfectamente manicuradas.
—La transferencia se ha completado, señor Kallistos. Un millón de dólares a la cuenta de la señorita Rossi.
Finalmente, Zarek elevó sus fríos ojos azules, la dureza de su mirada apenas velada por un dejo de hastío.
—Ahí tienes tu compensación, Isabella. Considera este el final de nuestra… asociación. No vuelvas a buscarme.