Disputa de Amor

Capítulo 4: Rastros en la Sombra y Plomo en la Pista

La oficina del detective Gabriel Herrera era un santuario de silencio cortante y eficiencia implacable. Frente a él, Octavio Kallistos deslizó un sobre de cuero abultado sobre la pulcra superficie del escritorio de caoba.

—Quiero que encuentres a Esmeralda Montenegro y a mi hijo. Te pagaré una fortuna que hará temblar tus arcas si lo haces rápido. Cada segundo cuenta.

Herrera lo observó con una curiosidad profesional, evaluando la desesperación apenas contenida en sus palabras. Pero fue cuando Octavio extrajo una fotografía ajada, doblada por el roce constante en su billetera de piel, que la atención del detective se clavó con verdadera intensidad. La imagen capturaba a una joven de belleza salvaje y magnética, con ojos que parecían incendiar la distancia y una expresión que irradiaba una vitalidad indómita.

Herrera tomó la foto con dedos expertos, la deslizó con cuidado en el bolsillo interior de su chaqueta de tweed y asintió con una seriedad que prometía resultados.

—Con la tecnología que nos asiste hoy en día, dar con su paradero será una tarea más llevadera. Le notificaré en cuanto tenga noticias concretas. No perderé tiempo.

Octavio solo asintió con un movimiento brusco de cabeza. Cada segundo que se escurría era un hijo perdido en la incertidumbre.

***El baile de San Esteban: Donde la Lengua Tiene Sabor a Tierra***

La plaza del pueblo palpitaba bajo un manto de farolillos que tejían una atmósfera festiva y ligeramente embriagadora. San Esteban, ese terruño donde las vidas se entrelazaban en una madeja de vecindad, celebraba su baile anual con la secreta esperanza de que Cupido flechara corazones solitarios bajo el cielo estrellado.

Los mozos lucían sus mejores camisas de dril y pantalones de gabardina, planchados con esmero, y las muchachas lucían vestidos floreados de telas ligeras, adornados con encajes y cintas de colores vivos. Pero Valeria Montenegro parecía andar a su propio paso, sin seguir el son de aquel cortejo tradicional.

Su estampa resaltaba entre la peonada, no por un vestido de olanes, sino por una presencia que se hacía sentir sin aspavientos, una fuerza callada que demandaba respeto sin necesidad de alzar la voz.

Unos pantalones de mezclilla ajustados delineaban sus curvas como caminos sinuosos, una blusa entallada marcaba su cintura de avispa, y su pistola Colt Single Action Army reposaba en su cadera con una naturalidad de herramienta bien usada, como si fuera un machete más a su lado.

Sorbía su cerveza con una calma de quien observa el horizonte, la mirada recorriendo el gentío sin mostrar ni pizca de interés en unirse al zapateado.

Desde un rincón sombreado, un grupito de mujeres cuchicheaba con una malicia que se mascaba en el aire, soltando pullas con la desenvoltura de quien se sabe a resguardo. Las mismas que en sus años mozos se creían la flor más guapa del ejido.

Una de ellas, con una risita que sonaba a pedrada en tejado ajeno, soltó:

—Mirenla a la Valería, la que se quedó pa’ vestir santos.

Otra terció con un deje de veneno dulce:

—¿Será que ningún macho se le arrima porque parece más caporal que muchacha?

—Ay, qué lástima —añadió una tercera, exagerando un suspiro teatral que sonaba a burla barata—, quedarse porque la dejó el tren.

Valeria, con una calma que parecía venir de la tierra misma, las ojeó con una sorna que no llegaba a sus ojos oscuros, y sin decir agua va, se irguió con una determinación silenciosa como la de un árbol bien plantado.

Las mujeres dieron un pasito pa’trás como si hubieran visto un espanto cuando la vaquera desenfundó su revólver con una parsimonia que ponía los pelos de punta, haciéndolo girar en su mano como si fuera una extensión de su propio cuerpo.

—¿Saben qué es peor que quedarse pa’ vestir santos? —Valeria hizo bailar el arma en su mano con una gracia peligrosa—. Ser una vieja rezongona con la mano estirada, esperando que un pelagatos les pague los gustos.

La furia les encendió los ojos a las mujeres como brasas. Chillidos destemplados. Malas palabras masculladas entre dientes.

La música se calló de golpe, dejando un silencio pesado como tierra mojada.

Los hombres de las mujeres ofendidas, con el rostro encendido por la rabia, se acercaron con ganas de bronca. Uno de ellos, con los puños apretados como mazorcas, intentó soltarle un puñetazo a traición, pero Valeria lo esquivó con la agilidad de un gato montés y le dio una rodillazo seco justo donde más duele, dejándolo sin aire.

El hombre se dobló en el suelo con un quejido sordo que se perdió en el barullo creciente.

Los otros, envalentonados por la camorra, rompieron botellas de cerveza, empuñando los picos de vidrio como si fueran cuchillos de monte, listos pa’ la refriega.

Pero Valeria ya estaba sonriendo, una mueca fría como el acero al sol.

Con la rapidez de una leyenda del corrido, sacó su Colt reluciente y soltó un tiro seco al suelo de tierra, haciendo que los hombres pegaran un brinco como si hubieran pisado una braza, Valeria sonrió al verlos dar saltos como gato en techo ardiente.

Tomás, llegando a la carrera por el alboroto, intentó meter paz con un gesto de manos, pero la frialdad que le heló la sangre en la mirada de Valeria lo paró en seco, como si hubiera chocado contra un muro invisible.




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