Zarek Kallistos irrumpió en el despacho de su tío con esa confianza meticulosamente cultivada que era su sello. Su traje de tres piezas, un monumento a la sastrería impecable, esculpía su figura imponente.
Había prescindido de la chaqueta, pero el chaleco entallado aún irradiaba una elegancia glacial.
Sin preámbulos, se dejó caer en el asiento frente a Octavio Kallistos, sus ojos azules, normalmente gélidos, ahora afilados como esquirlas de hielo.
—Dime que no es verdad —espetó con una frialdad que calaba los huesos.
Octavio interrumpió el tecleo pausado de su ordenador, alzó la vista con parsimonia y arqueó una ceja con estudiada indiferencia.
—¿De qué hablas, Zarek?
Zarek lo taladró con la mirada, la línea marcada de su mandíbula tensándose hasta parecer una cuerda a punto de romperse.
—¿Es cierto que tienes un hijo? ¿Una burda patraña para desestabilizarte?
Octavio sonrió con una satisfacción lenta y deliberada, como un depredador que revela su jugada maestra.
—Sí, Zarek. Es cierto. La sangre de los Kallistos corre por otra vena.
Pero en el rostro de Zarek no se dibujó ni la sombra de una sonrisa.
La palabra "hijo" resonaba hueca en su mente. Lo que sí lo golpeaba con la fuerza de un mazazo eran las implicaciones de esa bomba inesperada.
Desde que había puesto un pie en los pulidos suelos de Aegis Corporation, cada movimiento, cada alianza, cada sacrificio había estado dirigido a un único objetivo: la presidencia. Era el heredero tácito, el primogénito de la ambición familiar. El líder indiscutible, tallado para el poder.
Pero si su tío, ese hombre que creía estéril en todos los sentidos, tenía un hijo, entonces el tablero de ajedrez de su vida se volcaba, las piezas dispersándose en un caos inaceptable.
Zarek se recostó en el cuero de la silla, observándolo con una frialdad que destilaba desprecio.
—¿De verdad te aferras a esa quimera? —soltó con un tono cargado de incredulidad venenosa—. Tú no puedes tener hijos. Es una imposibilidad biológica.
Octavio exhaló con una paciencia forzada, su mirada penetrante clavándose en los ojos de su sobrino con una mezcla de lástima y firmeza.
—Mi hijo nació antes del accidente que tanto te complace recordar, Zarek. Y sé, con la certeza que da el amor verdadero, que su madre me fue fiel mientras compartimos un mismo destino.
Zarek soltó una carcajada corta y seca, desprovista de humor, teñida de burla amarga.
—No existe tal cosa como una mujer fiel. Son veletas movidas por el viento de sus propios intereses.
Octavio observó a su sobrino con una atención sombría, casi con una punzada de preocupación ante la corrosión que los años y la ambición habían infligido en su alma. Se había convertido en un cínico absoluto, un hombre encerrado en la prisión de su propia desconfianza.
El vibrar agudo de su móvil interrumpió sus pensamientos sombríos.
Miró la pantalla iluminada y luego a Zarek, con una determinación recién adquirida brillando en sus ojos.
—Debo atender esta llamada en privado, Zarek. Hay asuntos que tu cinismo no comprendería.
Zarek, sin articular palabra, se levantó con la rigidez de un autómata y salió del despacho, dejando tras de sí un silencio cargado con el peso de la revelación y la furia contenida.
Cuando estuvo solo, Octavio descolgó el teléfono con una mano que, extrañamente, temblaba ligeramente.
Del otro lado de la línea, la voz firme de Gabriel Herrera resonó con una seguridad tranquilizadora.
—La encontré, señor Kallistos. Esmeralda Montenegro. Está viva.
El corazón de Octavio Kallistos latió con una fuerza juvenil, un torrente de esperanza y arrepentimiento inundando su pecho.
Había encontrado a la madre de su hijo. Y, por extensión, a su hijo perdido.
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Valeria Montenegro se deslizó en la casa con la cautela de un fantasma, afinando el oído para discernir las voces que provenían de la cocina. Sus abuelos y la cocinera, sus pilares, charlaban a fuego lento.
Con movimientos rápidos y silenciosos, se dirigió a su habitación, sacó una toalla raída y se encerró en el baño. El agua caliente, al golpear su piel, le ofreció un respiro fugaz, lavando la tensión acumulada de la noche anterior, pero sin borrar la amargura persistente.
Cuando finalmente llegó a la cocina, depositó un beso fugaz en la mejilla arrugada de cada uno de sus abuelos.
Tomás estaba allí, sorbiendo su café con una parsimonia campera que contrastaba con la tormenta silenciosa que Valeria sentía agitarse en su interior.
La abuela Jacinta Montenegro la ojeó con una mirada que intentaba ser juguetona, pero que no lograba ocultar una sombra de preocupación.
—¿Y con quién anduviste zapateando hasta que las gallinas cantaron, Valerita? ¿Será que algún mocoso te robó el corazón?
Valeria se encogió de hombros con una indiferencia fingida y bebió un sorbo amargo de su café.