Distimia

CAPÍTULO UNO.

El silbido agudo de la tetera me arrancó de mis divagaciones. Guiada por la memoria del cuerpo, localicé el quemador y lo apagué. El metal vibraba aún bajo mis dedos, tibio y vivo como una advertencia. Tomé la tetera por el mango y, con la otra mano, tanteé la mesa en busca de la taza de vidrio que había dejado allí minutos antes. Al tocar una pequeña hendidura en la madera —mi punto de referencia habitual— supe que estaba cerca.

A mi padre le daría un infarto si llegara a quemarme, aunque fuera apenas un roce. Últimamente insistía en que usara guantes para servir el café, como si eso me hiciera menos frágil. Pero no quería oír otro de sus sermones, así que me moví con sumo cuidado. El vapor me acarició las manos al inclinar la tetera, y el aroma espeso del café se expandió por la cocina. Acerqué la taza a mis labios y soplé con suavidad.

Me gustaba el café así: amargo, fuerte y sin adornos. Tal vez porque me recordaba a mi vida: sencilla, sí, pero también sombría. Como si no bastara con mi propia desgracia, todos estos años había tenido que asistir a la escuela. Una escuela medio común.

Sabía que al entrar por los pasillos de Northeast, los estudiantes volvían la vista hacia mi bastón y los lentes oscuros que debía ajustar a cada rato. No era que me importara lo que pensaran. Dejo de preocuparme hace tiempo. Pero tampoco deseaba incomodar. Por eso nunca dejaba que nadie que no fuese cercano a mí, viera mis ojos.

La única que se empeñaba en hacer mis días menos miserables, aparte de mis padres, era Gloria, mi mejor amiga. Yo dejé de intentarlo desde que recibí aquella noticia que marcó mi vida a los nueve años.

Entonces, por la ventana entreabierta sobre el fregadero, entró la brisa acompañada de un silbido. Una melodía breve, bien entonada, como una señal repetida: tun tun, tun tun. Era la tercera vez que lo oía esa semana.

Si aún pudiera tocar el piano, la habría memorizado para reproducirla. Una punzada, leve pero insistente, me atravesó el pecho. Iba a dejarme caer en ese dolor conocido cuando una voz familiar interrumpió el momento.

—¡Aquí estás! —pensando en el rey de Roma— Estaba buscándote en el jardín…

—Estoy tomando mi café de las tres. Como mi mejor amiga, deberías recordarlo —repliqué, esbozando una sonrisa.

Al ella entrar, sentí su presencia y su perfume. Gloria siempre tenía prisa: sus pasos llenaban el espacio con la premura de quien no espera a nadie. Así era ella: impetuosa, luminosa, imposible de ignorar.

En un instante llegó a mí y me tomó las manos.

—Quiero que adivines qué llevo puesto —anunció con entusiasmo.

Era su costumbre, pese a que sabía cuánto me molestaba.

—Sabes que no me interesa.

—¿Ni siquiera quieres saber de qué color es la taza que tienes entre manos? Podría ser de tu color favorito.

—No tengo un color favorito —respondí, con el fastidio fingido de siempre.

—Es roja, con cuadros blancos. Muy al estilo de tu madre.

—Ay, no empieces.

Gloria rió con dulzura.

—Está bien, está bien —me arrebató la taza. Siempre hacía lo mismo: bebía lo que quedaba y se quejaba del sabor—. ¡Dios, cómo puedes tomar esto! Es espantoso.

Negué con la cabeza.

Oí el sonido seco de la taza sobre el fregadero. Una de sus manos aún no soltaba la mía. Luego tomó la otra y la guió por su torso, como si fuera un ritual que ambas conocíamos.

La tela era suave, algodón probablemente. Llevaba cuello alto, presagio de los fríos por venir. Mis dedos descendieron hasta topar con el pantalón, más rígido, y el cinturón.

—Camisa rosada. Pantalón verde —adiviné. Verde era su color favorito. Lo usaba todos los días, aunque fuera solo en un accesorio diminuto.

—¡Exacto! Y botas blancas, pero no pondré tus manos en ellas.

Algo más fino y suelto rozó mis dedos.

—Me dejé el cabello suelto. No usé secador —comentó con un suspiro—. Aun así, creo que se ve bien. ¿Tú qué opinas?

Mis manos volvieron a mi regazo. No necesitaba verla. Sabía que era hermosa.

—Hermosa. Como el sol que irrumpe en mis sueños por la mañana y me recuerda que debo levantarme para ir a esa escuela infernal. Así de brillante.

Gloria soltó una carcajada, yo sonreí con ella.

—No sé si sentirme halagada u ofendida —bromeó, enlazando su brazo con el mío.

No me sobresalté. Ya había sentido sus movimientos. Lo mismo me sucedía con mis padres.

Papá era el primero en levantarse, siempre. Preparaba el café y el desayuno. Mamá bajaba poco después para ayudarle. Cada paso, cada sonido, cada pausa en su respiración era un eco conocido.

Papá jamás olvidaba preguntarme si quería la radio encendida ni dejarme una nota en braille cuando salía temprano hacia la pastelería o algún otro lado.

Al principio, todo era extraño. La oscuridad me era ajena. Ahora era lo único que conocía. Me resultaba tan habitual que, si por alguna fantasía pudiera volver a ver, eso sería lo verdaderamente raro.



#11892 en Novela romántica

En el texto hay: romance

Editado: 22.09.2025

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