Distimia

CAPITULO TRES.

Casi un mes después, la rutina que alguna vez compartí con Gloria se había desvanecido.

A diario nos sentábamos con nuestros nuevos compañeros —más de Gloria que míos, aunque Aimy se empeñara en hacerme creer lo contrario con sus comentarios atolondrados, sin conseguirlo— aquello se convirtió en una suerte de ritual a mediodía, repetido con la fidelidad de un mantra.

No es que me desagradasen; simplemente, no vibrábamos al unísono.

Eran como Gloria: siempre risueños, siempre con alguna broma a flor de labios, como si la alegría los habitara sin tregua.

A veces, lograban arrancarme una sonrisa. Otras, me hacían sentir ajena, como quien observa desde el otro lado del cristal una joyería repleta de tesoros resplandecientes, caros e inalcanzables.

Entonces me asaltaba una nostalgia muda, ese anhelo inexplicable de poder tomar, aunque fuera una de esas joyas y guardarla en el alma.

¿Alguna vez reí de ese modo, a los nueve años? No lo recuerdo.

Las pocas carcajadas que me he permitido con Gloria, al final del día, parecen recuerdos prestados, fragmentos de una vida que me fue concedida por error, que alguien vino luego a reclamar.

Creo que por eso me incomoda este chico, Solian. Él es el que más ríe, el que más bromea, el que más parece ver el mundo a todo color. Y aunque yo no pueda verlo, sé que es el que más sonríe.

Hay algo en su presencia que me exaspera. Quizá su empeño diario por acompañarme: al salón, a la cafetería, al estacionamiento, y, si le abriera la puerta, hasta mi propia casa.

—¿Puedo acompañarte? —escuché su voz de novena mayor mientras me dirigía a la entrada de la escuela, guiada por el bastón y la familiaridad del entorno.

Pude haberme negado. De hecho, quise hacerlo. Pero Solian nunca aceptaba un "no" como respuesta legítima.

—No entiendo por qué tocas, si al final, no esperaras a que te abran la puerta —dije, justo cuando su olor peculiar se instaló en mi espacio. Se acercó más y, sin vacilar, me quitó el bastón de las manos.

—Yo seré tu bastón —anunció con teatralidad, entonces enlacé mi brazo con el suyo, con una resignación casi doméstica. —Y mi amiga Peonia, es mejor pedir perdón que permiso.

Podría decir que es por él, por ellos y sus risas; por ellos y por la forma en que parecen tocar la vida con las manos desnudas... por ver.

Sin embargo, si he de ser honesta, el fastidio es hacia mí misma.

Por permitir que este torbellino de sensaciones me arrastré, por sentirme tentada a cruzar esa línea que juré no traspasar jamás, el día en que recibí el diagnóstico.

Es tan difícil. Es como si me resignara a aceptar que ya no soy normal, como si abriera los ojos... solo para no ver nada.

Ni siquiera sé cuándo comenzó esta relación de amor-odio con Solian —en sentido figurado— claro. Aunque, por mi parte, quizás no tanto. Solo sé que todo empezó con su testarudez, tan inesperada como el invierno en pleno otoño.

Fue una sorpresa la primera vez.

Si he de admitir otro infortunio, creo que ya me estoy acostumbrando.

Eso me molesta aún más.

—¿Lo haces por lástima? Porque, si es así, no dudaré en golpearte con mi bastón en la cabeza —lo amenace con voz firme.

No me habría sorprendido que se burlase, como hizo Aimy aquel día.

—Jamás. Pero debo admitir que eres graciosa —respondió él, risueño como siempre.

—No opino lo mismo. Y no, gracias —girándome para seguir caminando, Solian me detuvo, tomándome del brazo.

Su agarre no fue como el de Aimy. Había en él firmeza, una seguridad que no intimidaba, y a la vez una delicadeza difícil de explicar. Como si hubiese aprendido a tocar sin herir.

—Justo delante de ti hay una enorme piedra —anunció. Fruncí el ceño. Dudaba que el personal de la escuela permitiera semejante descuido—. Ves, por eso me necesitas. Para salvarte de estos momentos.

Entrecerré los ojos, alargué el bastón hacia adelante. Nada. No había piedra alguna. Mentiroso. Resoplé y di un paso, pero esta vez, Solian ya había entrelazado su brazo con el mío.

No supe cómo interpretar lo que sentí al estar unidos por primera vez. No sé si fue incomodidad, que luego cambio a un corazón acompasado a medida que dábamos más pasos hacia adentro de la escuela.

Fue así cómo terminé con el almuerzo servido ante mí, más bromas de Aimy y Apio, la mochila cargada por otro, y dulces que me colocaban en las manos como si fueran talismanes.

—Para que te endulces la vida y dejes de ser tan amargada —Aimy deposito algo pequeño en mi palma. Parecía un caramelo.

—El mejor regalo que podrías darme sería dejándome en paz —revire con una sonrisa fingida, empalagosa.

—Entonces morirás de rabia —bromeó él, la risa de Apio le hizo coro.

Gruñí en su dirección, fastidiada.

—Por cierto, Aimy dijo anoche que iba a volver a esconderte el bastón, Peonia —soltó Apio, divertido.

—¡Oye, traidor! —se quejó Aimy.



#4905 en Novela romántica

En el texto hay: romance juvenil, drama

Editado: 19.07.2025

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