Unos pasos en la escalera me obligaron a enderezar la espalda. Era sábado, y el día, menos frío que los anteriores, dejaba filtrar una tibieza inusual. Sentía el sol rozándome el rostro, colándose por la ventana abierta frente a mí.
Tenía el cuaderno sobre las piernas, las manos descansaban sobre las letras abultadas, repasando, casi con devoción, la clase del día anterior y la tarea encomendada.
Los pasos se acercaron, seguros, ligeros. Reconocí de inmediato el andar de mi madre.
—¿Cómo estás, cariño? —su voz, suave y clara como una brisa templada, acarició mis oídos mientras sus labios dejaban un beso en mi frente.
Siempre amé el aroma de mamá. Le gustaban las hierbas aromáticas: romero, lavanda, salvia. Pero sobre todo los dos primeros, que impregnaban su ropa como un eco persistente de hogar.
Era un perfume delicado, casi espiritual, que se quedaba suspendido en el aire mucho después de que ella se marchaba.
—Bien. Estoy estudiando —respondí, dejando el cuaderno con cuidado sobre el escritorio.
La escuché moverse, luego el leve susurro de las telas al acomodarse. Se había sentado en la cama, detrás de mí. Me volví hacia ella.
—¿Estoy frente a ti?
—Estás perfecta —sonreí—. ¿Vas a salir con Gloria? Escuché cuando te invitó anoche.
La sonrisa se desdibujó en mi rostro. Negué con la cabeza, giré de nuevo, enderezándome en el asiento y dejando que mis dedos tantearan el borde de la mesa, para acomodarme mejor.
—No creo… tengo mucha tarea —una excusa torpe, repetida.
Mamá sabía que mentía.
Aunque era dulce y serena, no era ajena a las luchas silenciosas que me habitaban. A diferencia de papá, con su celo infatigable, ella no me cercaba. Más bien abría los postigos, dejando entrar la luz, aunque yo mantuviera los ojos cerrados.
Porque las puertas, en el fondo, me las cerraba yo.
—El día está hermoso, cariño. El sol y las…
—Lo sé, mamá. Puedo sentirlo —la interrumpí, más abruptamente de lo que hubiese querido. Suspiré con pesar—. Lo voy a pensar. Si Gloria viene a buscarme… tal vez lo reconsidere.
—Ahora mismo estoy sonriendo —mi sonrisa respondió a la suya—. Te amo, cariño. ¿Quieres algo de comer? Tu padre ha preparado sus famosas galletas de chocolate.
Las célebres galletas que todos en el vecindario veneraban. Papá, con su oficio de pastelero, parecía volcar en cada receta un intento de dulcificar el mundo.
—No por ahora, pero quizás más tarde devore unas cuantas.
Mamá rió, me besó una vez más y se marchó.
El silencio volvió por un momento, interrumpido solo por el canto lejano de algún pájaro o el rumor de las hojas movidas por el viento. Pero pronto, otro sonido, más apresurado y despreocupado, rompió la quietud: pasos descendiendo con rapidez.
Gloria.
—¿Estás lista?
Sus brazos me rodearon el cuello con entusiasmo, dejando un beso escandaloso en mi mejilla. Su cabello suelto rozó mi rostro, un perfume nuevo me envolvió.
—Ese no es tu perfume —observé, girando la cabeza ligeramente hacia la derecha.
—No, es el de Mell. ¿Verdad que huele delicioso?
Pude notar su sonrisa en el aire, uno de sus brazos seguía aferrado a mí hombro. Unos leves sonidos frente a mí indicaban que estaba hurgando entre mis cosas.
—¿Ahora son grandes amigas?
El ruido cesó. Sentí su aliento cálido junto a mi mejilla.
—¿Huelo a celos por aquí? —su nariz rozó mi cuello. Reí, protestando mientras la apartaba.
—No creo que cambies una amistad de años por una de días… y si así fuera, te mataría con mis propias manos.
—Sería un asesinato a ciegas —ambas estallamos en carcajadas.
—Eres tan tonta —dije, poniéndome de pie.
Gloria tomó mi mano para ayudarme.
—Estoy bien. Puedo hacerlo —le aseguré, aunque ella no la soltó.
—No me importa. Quiero ayudarte. Además, ya tenemos que irnos. Los chicos están esperando abajo —dejé de moverme.
—Gracias por la invitación, Gloria, pero no voy a ir. Tengo mucha tarea —sus quejidos fueron inmediatos, repitiendo sonidos de desaprobación.
Sus pasos se arrastraron sobre la alfombra. Presté atención. Poco después, un objeto de suela dura cayó en mis manos.
Mis zapatos.
—Estamos en las mismas clases, y yo no tengo tanta tarea como tú —dejé caer los zapatos.
—Peonia.
Puse los ojos en blanco, en silencio. Me acomodé los lentes con calma y me senté para calzarme.
—¡Yuju! ¡Por fin! —celebró Gloria, como si hubiese conquistado el Everest.
La imaginé con los brazos en alto, casi saltando de júbilo. Eso me hizo sonreír.
—No me hagas cambiar de opinión —advertí al ponerme de pie y caminar con ella hacia la puerta.