El lugar que Solian había recomendado era… frío.
Un frío callado, casi solemne, como si el paisaje entero se mantuviera en un gesto de contención. El viento se había vuelto más intenso, cortante. El suelo era de tierra, y en el aire flotaba el aroma inconfundible de los árboles y de la madera recién húmeda.
Gloria me había dicho que estábamos en el lago Nockamixon. Lo había oído mencionar alguna vez en la televisión, en labios de un periodista que, con voz monótona, describía sus encantos con precisión desapasionada.
Grande, rodeado de árboles incontables, con aguas serenas que, según decían, reflejaban el paisaje como un espejo. Imaginaba que, en esta época del año, los colores del otoño ya habrían teñido los alrededores de tonos ocres, rojos encendidos, dorados como cenizas tibias. El periodista aseguró que era hermoso. Solian también lo creía. Seguro lo era.
¿Pero a quién se le ocurriría venir con este frío? No creía que tuviesen intención de meterse al agua.
El lugar no estaba atestado, o eso pensé. No percibía el bullicio habitual de los parques concurridos, ni las voces se mezclaban en un murmullo de multitud. Había niños, sí; reconocía esos pasos apresurados, tan parecidos a los de Gloria. También oía movimiento en el agua. Tal vez personas paseando en botes.
—Conozco una parte más tranquila. Por aquí —informo Solian, y los demás comenzaron a seguirlo.
Extendí mi bastón, aunque sabía que Gloria no se apartaría de mi lado. Sin embargo, aquella voz me detuvo a medio gesto:
—No hace falta que hagas eso. Aquí sí hay piedras de verdad.
Sabía lo que pretendía. Escuché sus pasos aproximarse, antes de que su mano me ofreciera ayuda, entrelacé el brazo con el de Gloria con firmeza casi desesperada.
—Gloria me ayudará —objete, más firme de lo que pretendía, casi desafiando la cercanía de Solian.
Sus pasos se detuvieron.
—Está bien —respondió al cabo de un segundo. Su tono, sin embargo, dejó traslucir algo que no supe descifrar del todo: ¿decepción? ¿frustración? ¿o sólo mi imaginación jugando con mis prejuicios? —. Síganme, pero no se alejen sin que yo lo indique. Es fácil perderse.
Su voz fue clara, casi autoritaria. Sus pasos reanudaron el camino, alejándose. Gloria se movió a mi lado, y yo avancé con ella, paso a paso.
—¿Pasó algo? Sonabas como… ¿incómoda? —me preguntó en voz baja, cuidando que nadie más escuchara.
Negué con la cabeza.
—No ha pasado nada.
—Si no te conociera, Peonia, te creería.
Suspiré, sabiendo que no podría sostener la fachada por mucho tiempo.
—Sabes que no me agrada Solian. No debería sorprenderte.
Era verdad, aunque no toda. Me reservé la conversación incómoda de hacía una hora. Me avergonzaba más de lo que estaba dispuesta a admitir.
—Sí, pero hoy sonaste más rara. Bueno, lo dejo por ahora porque… ¡ya llegamos! —Gloria soltó una risita emocionada—. ¡No mentías, Solian! Esto es increíble.
Mell silbó, Apio y Aimy coincidieron con Gloria, llenando el aire con cumplidos que parecían brotar directamente del paisaje.
—La primera vez que vine, casi caigo de rodillas —expreso Apio con voz suave, quizás nostálgica—. En otoño es preciosísimo, pero en verano… el agua brilla como si tuviera fuego dentro. El calor te hace querer quedarte aquí para siempre.
Una vez más, me sentí ajena. Esa distancia entre lo que ellos veían y lo que yo sólo podía imaginar pesaba como un velo húmedo sobre mis pensamientos. Aun así, intenté recrear lo que decían, construirlo con palabras.
—La belleza de este lugar me recuerda a alguien —la voz de novena mayor surgió haciéndome sentir retraída.
Mell silbó de nuevo, Aimy estalló en risas, y Gloria lo siguió. Yo, en cambio, permanecí quieta, centrada en el sonido del agua, fingiendo no haber oído nada.
—¿Y se puede saber a quién? —preguntó la entrometida de Mell.
—A alguien testaruda, salvaje como el agua en verano, y hermosa como los árboles en otoño.
Puse los ojos en blanco, aunque nadie pudiera verlo.
—Nuestro Solian se está convirtiendo en el Shakespeare del siglo veintiuno —bromeó Aimy.
Todos rieron, menos él y yo.
—Quizá, si me lo permiten.
Fruncí el ceño. ¿Realmente estaba… coqueteando?
—Bueno, Shakespeare, tus ideas románticas se van a congelar en un instante, porque te reto a ser el primero en probar el agua —anunció Mell, desafiante.
Solian silbó. Yo agradecí el cambio de tema.
—Lo hice el año pasado. Esta vez le toca a Aimy.
Las piedras arrastradas por los pies resonaban, las hojas susurraban con el viento. Aparte de sus voces, todo lo demás era silencio. Algunas aves rompían el aire con breves llamadas.
—¡No, yo no! —protestó Aimy, oponiéndose rotundamente.
Estaban locos. El sol aún acariciaba, pero ya no era mediodía, y la temperatura descendía con rapidez. El agua debía estar helada.