Distimia

CAPÍTULO SEIS.

El sol de esa mañana no era como el del lago; no tenía la tibieza de un día que se apaga dulcemente tras un recuerdo feliz. Este, en cambio, abría paso a la rutina, al lunes y su resabio de sueño, como quien entra sin ser invitado.

Ya me había bañado, cepillado y peinado cuando escuché dos golpes en la puerta de mi habitación.

—Adelante —anuncié.

La habitación estaba tibia gracias al calefactor, pero un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando escuché la voz de mamá y lo que dijo después.

—Buenos días, cariño, hay algo para ti. Lo dejaron en el buzón.

Su voz, como cada mañana, tenía esa dulzura inalterable, capaz de impregnar los rincones de mi habitación.

Sus manos tomaron las mías con delicadeza, abriendo mis palmas, y depositando en ellas un objeto. La textura era suave, ligera, casi aterciopelada.

—Es una carta —me informó ella.

Luego, otro objeto cayó con suavidad sobre mis dedos. Su mano me guió con ternura hasta que pude percibir los relieves: volutas, pliegues suaves que parecían danzar bajo la yema de mis dedos.

—Es una peonía, hecha de seda —al hablar, podía sentir su sonrisa—. Hermosa y delicada como tú. No me habías contado que tenías un pretendiente.

Fruncí el ceño. Con las manos llenas, mi madre me soltó.

El reloj que descansaba sobre mi mesita de noche, marcaba el paso de los minutos con una puntualidad que parecía burlarse de los latidos de mi corazón.

—No hay nada que contar, porque no hay ningún pretendiente. Quizá se han equivocado de buzón.

Me mentía. Le mentía. Sabía que mamá lo notaba. Pero lo dije igual, casi con obstinación.

—No concuerdo, porque en el sobre dice “Peonia”. No creo que haya otra Peonia en el barrio, que sepamos.

Yo tampoco creía que en East Falls existiera otra como yo. Por alguna razón, ese pensamiento me arrancó una leve sonrisa.

—Bueno, tendré que leerla para averiguar quién es.

Mamá rió bajito, sus manos acariciaron mis brazos antes de despedirse.

—Entonces te doy algo de privacidad. Pero no tardes mucho, recuerda que tienes que desayunar.

Asentí.

El clic suave de la puerta al cerrarse marcó el inicio de mi impaciencia. No esperé ni cinco segundos. Con cuidado, rompí el sello de cera y saqué el contenido.

Al tacto, el papel era rugoso, de bordes bien definidos. Lo acerqué a la nariz. Olía ligeramente a almizcle, y a algo más: un aroma familiar, persistente como un recuerdo que se resiste al olvido.

Reí, casi sin querer, al reconocer los puntos en braille. ¿Podía un corazón dar más de doscientas pulsaciones por minuto? Acababa de comprobar que sí.

Acaricié los relieves con las yemas, desordenadamente. Como si mis dedos dudaran entre leer o acariciar lo que sabían que no debían.

Y leí:

Peonia,

la flor más vibrante, hermosa y llena de espinas que he tenido el privilegio de conocer.

Es un espectáculo maravilloso ver cómo el viento acaricia tu cabello cada mañana, cómo tu nariz se tiñe de un rojo suave, dándote un aire aún más angelical del que ya posees.

Cómo tus manos, delicadas y finas, ajustan tus lentes negros con una precisión sutil, y cómo esa pequeña arruga se dibuja en tu nariz, evidenciando la ligera molestia de tener que repetir el gesto una y otra vez.

Ver tu sonrisa se ha convertido en mi ritual diario, pero ninguna imagen supera la calidez que inunda mi corazón cuando entrelazo mi brazo con el tuyo, y me permites guiarte por los pasillos repletos de estudiantes, donde solo existe una voz: la tuya.

Tú, me recuerdas a la Campana de la Libertad, porque tu sonrisa me hace sentir como si cada día firmara una declaración que da osadía a mi corazón.

Con todo mi amor…

Mis dedos se detuvieron sobre esas últimas palabras. “Con todo mi amor”. Me mordí los labios. No iba a sonreír. No por esto.

¡Qué necio! Le había dicho que no volviera a decir cosas así. Sin embargo, ahí estaba: desobedeciendo. Siempre.

¿Qué parte de mí era la que más temía? ¿Qué me viera como alguien frágil o que, pese a todo, siguiera viéndome con ternura? La verdad era un remolino que no me atrevía a mirar de frente.

Suspiré poniéndome de pie. Caminé hacia el bote de basura junto al escritorio, sin pensarlo demasiado, dejé caer la carta y la flor.

Lo hice rápido, como si con el gesto pudiera evitarme a mí misma. Salí de la habitación y cerré la puerta tras de mí con un portazo.

Ese día, el café no me supo tan agrio.

El trayecto en auto con mamá no fue tan silencioso como otras veces. Preguntó muchas cosas. Le dije que no era importante. No me creyó, claro está, aun así, lo dejó pasar. Sabía que, tarde o temprano, tendría que contarle quién era.



#4949 en Novela romántica

En el texto hay: romance juvenil, drama

Editado: 19.07.2025

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