Distimia

CAPÍTULO SIETE.

Aquella tarde, al regresar a casa, dejé escapar un suspiro tan hondo que bien pudo haberse oído en todo el vecindario. Al recostarme en la cama, mis dedos se toparon con la carta y la peonía, dispuestas con delicadeza sobre la colcha.

No necesitaba dotes de adivinación para saber que había sido mi madre quien las colocó allí.

Una tentación sutil, casi dulce, se deslizó dentro de mí, susurrándome al oído que volviera a leer la carta.

Naturalmente, no iba a hacerlo.

Dejé el sobre en el cajón del escritorio y la flor en el frasco de los lapiceros que jamás había usado. Después, fui en busca de consuelo entre galletas de chocolate y la risa despreocupada de Gloria, esperando que aquella dulzura doméstica lograra aplacar la inquietud que se había instalado, sin invitación, en mi pecho.

Al día siguiente, aguardaba una segunda carta:

Peonia,

la flor más vibrante, hermosa y llena de espinas que he tenido el privilegio de conocer.

¿Te he dicho lo bien que te queda el color naranja? Tiene esa cualidad de resaltar cada rincón de tú rostro, ese que intentas esconder con una gracia que, sin querer, lo vuelve aún más visible.

Pienso en la forma en que frunces los labios cuando Aimy dice algo que no apruebas, en cómo aprietas el bastón con fuerza, buscando una estabilidad que va más allá del equilibrio físico, girando tú cabeza hacia los lados como si pudieras evitar que el mundo te observe.

Aquel día en el lago, cuando el sol descendía y el atardecer rozó tu piel, sentí que los colores del universo conspiraban para darte vida… y, en ese mismo instante, para robármela. Porque, así como me diste aliento, también me dejaste sin él.

Qué enredo el mío.

Pero me he resignado a el. Me dejo envolver por esta telaraña porque intuyono, séque cada hilo me conduce, tarde o temprano, a ti.

Con todo mi amor…

Inspiré profundamente. Exhalé. Con la flor en mano, deposité la carta en el cajón del escritorio, sobre la primera.

Sí, eso haría. Ignorarlas. Ignorarlo. Hasta que, cansado de su juego —o lo que fuese aquello— decidiera abandonarlo por sí solo.

Esa jornada, el corazón me dolió un poco menos. La pesadez que venía apagando mis días, de forma casi imperceptible, comenzó a desvanecerse como el vaho en un cristal.

Antes de salir hacia la escuela, pasé frente a la puerta que conducía a una habitación donde yacía algo muy importante para mí. Casi tomé el picaporte. Casi. Pero me limité a negar con la cabeza, descendí las escaleras y subí al auto de Gloria, quien ya hacía vibrar las ventanas con sus canciones preferidas, como si el dolor no tuviera permiso para entrar.

Cuando Solian entrelazó su brazo con el mío esa mañana, algo dentro de mí se volvió incierto. No hallaba pensamiento coherente ni latido que me sirviera de brújula. No podía comprender cómo comenzaba a ablandarme por dos simples cartas. Aunque, siendo franca, no eran solo cartas.

Eran gestos. Presencias sutiles. Una constancia casi reverente que, sin querer, trastocaba mi interior.

—Las botas blancas con ese suéter azul hacen resaltar tu piel blanca y tu cabello negro rojizo —comentó, mientras atravesábamos los pasillos—. Te ves preciosa.

Esperaba sentir aquel viejo fastidio, esa punzada de incomodidad ante la descripción ajena. En su lugar, solo deseé sonreír.

Que alguien me pellizcara, pensé. Que me hiciera volver de esta pesadilla.

Volví a ignorarlo. O al menos, lo intenté. Mas eso no impidió que una tercera carta aguardara la mañana siguiente:

Peonia,

la flor más vibrante, hermosa y llena de espinas que he tenido el privilegio de conocer.

Pensé que mi mantra diario era verte sonreír, pero hoy sé que mi consigna es escuchar tus quejas cada mañana. Le das avidez a mi corazón. Y aunque no pueda ver a través de esos lentes negros, sé perfectamente cuándo volteas los ojos… eso, eso me atrapa.

Cómo se elevan las comisuras de tus labios al agradecer los regalos pequeños, y cómo el rubor aparece con los grandes.

Eres inaudita, Peonia.

El deseo de recorrer tu cabello color granate con la punta de mis dedos me deja a la deriva en esta agripnia constante.

Ojalá pronto tengas misericordia de mí.

Con todo mi amor…

Después de esa, llegaron siete cartas más. Y otras tantas peonías. Todas hechas a mano. Todas en braille. Todas de seda. Todas puntuales.

¿A qué hora las dejaba en el buzón? ¿Era de noche, cuando la casa dormía, o de madrugada, justo antes del alba?

Fuera cual fuese la respuesta, no podía evitar imaginar el frío que debía soportar en cada viaje. Eso me inquietaba más de lo que estaba dispuesta a reconocer. Por ello, pasé dos noches apostada junto a la ventana, decidida a sorprenderlo en el acto.



#11501 en Novela romántica

En el texto hay: romance juvenil, drama

Editado: 11.09.2025

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