Distimia

CAPÍTULO OCHO.

Todas las cartas estaban atadas con una cinta sencilla, quizás demasiado sencilla para contener tanto. Las peonias, en cambio, permanecían quietas, agrupadas en la lapicera como si en su fragilidad hubiesen encontrado su lugar definitivo. Cartas que ahora Solian llevaba contra el pecho, como quien resguarda un secreto demasiado tierno para ser dicho en voz alta.

El cielo estaba parcialmente cubierto. Mi madre dijo que probablemente llovería; yo solo sentía el aire húmedo, enredándose en mi cabello, haciéndolo esponjarse más de lo habitual.

Los primeros días de diciembre ya nos envolvían con su tono gris y su ropa de lana, algo de eso parecía haberse instalado también dentro de mí.

—¿Me podrías explicar esto? —inquirí alzando una ceja, aunque más por costumbre que por efecto.

Él tomó las cartas con una lentitud estudiada. Nuestras manos se rozaron, de inmediato las retiré, como si el contacto hubiese ardido.

Estábamos frente a la escuela. Risas, voces, pasos. Sin embargo, solo una voz ocupaba mi mente.

¿Me diría la verdad?

—Parecen ser unas cartas —respondió.

Obvio que no.

Rodé los ojos, sin poder contenerme.

—Vaya, Cristóbal Colón, acabas de descubrir América.

Él bufó, divertido. No lo dije para que se entretuviera.

Escuché el crujido del papel; supuse que abría una de las cartas.

—Tu enamorado secreto sí que es un buen poeta.

—Deja de hacerte el inocente —lo confronté.

—No sé de qué me hablas —se hizo el inocente, pero en su voz latía una sonrisa contenida—. Las cartas no tienen firma, y si no hay firma, no hay culpable.

Qué cómodo.

—Tal vez haya sido Gloria. O Aimy.

Ahí sí fruncí el ceño, ofendida.

Gloria, la misma que había hecho un drama cuando se enteró de la primera carta. Enojada, sí, pero también emocionada. Al final la convencí de que me ayudara a espiar desde la ventana, para descubrir si realmente era él. No tuvimos suerte. Sobre todo, de madrugada, cuando nos quedábamos dormidas con las cabezas sobre el escritorio.

—No seas ridículo.

—Estaban con nosotros el día del lago. Todo es posible.

Crucé los brazos.

—Ni en mil vidas creería que a Aimy le diera la cabeza para escribir tales cosas.

Él rió. Yo, sin querer, sonreí.

—Entonces no puedo ayudarte, Peonia. Pese a ello, sí puedo llevarte a tu salón —intentó entrelazar nuestros brazos. Me negué. Le arranqué las cartas. —¿Te quedarás con ellas?

—Obvio que me las quedo. Si no eres tú, no son tuyas. Pero si llegas a descubrir que es Aimy, dile que me deje en paz.

Mentiría si dijera que entendió mi sarcasmo y ese, fue el fin.

Porque al día siguiente… y al siguiente… y al siguiente… llegaron más.

Describía paisajes, personas, emociones. Hacía visibles para mí los árboles del patio, las fotos en las paredes del colegio, los colores de la pintura reciente. Me hablaba del cielo, del viento, de mi propia risa como si fueran elementos que él podía recoger y guardar.

Sabía cómo fruncía el ceño cuando algo me disgustaba. Cómo mordía mi boca cuando la comida me fascinaba. Sabía que levantaba el mentón un poco más a la izquierda al leer en braille. Que contaba los escalones, aunque ya supiera cuántos eran.

Sabía del vestido floreado.

El de aquel verano, cuando Gloria me ayudó a escoger algo fresco. Ese día ella insistió en tomarnos una foto. Después, él me dijo —casi en un susurro— que las flores rojas hacían juego con mis labios. No supe si reír o enojarme.

También hablaba de los demás. De Aimy y su cabello rizado. De Apio y su pelo azul. De Mell, tan sarcástica, tan camaleónica. Poco a poco, todos ellos se volvieron parte de mis días. Incluso el café: dejó de tener sabor de casa, porque él comenzó a traerlo cada mañana. Nunca pregunté cómo supo cuál era mi favorito.

Seguro fue Gloria, la lengua larga.

Me acostumbré. A las cartas. A las flores. Al café. A su voz. A su risa. A su manera de estar.

A su olor extraño, a la curiosidad de tocar su cabello, de trazar con los dedos la geografía de su rostro. Me abstuve de preguntar cómo era. No quería que Gloria sospechara.

Los grados bajaban y, con ellos, la frialdad en mi pecho. Era casi irónico: cuanto más se helaba el mundo, más cálido me parecía todo.

Claro que no lo diría en voz alta. Ni a él. Ni a Gloria.

Lo evitaba. O lo intentaba. Pero no servía de nada.

Hoy, con cuarenta y cuatro cartas guardadas en el cajón y la misma cantidad de peonias en la lapicera —un ramo sin agua, sin tierra, pero intacto en su ternura— extendí la mano en busca de la número cuarenta y cinco.

Quería leerla como quien abre un regalo.

Era Nochebuena.

No volvimos a hablar del tema. Yo tampoco lo interrogué de nuevo. Comprendí que no se detendría. Solo no entendía qué buscaba con todo esto.



#3258 en Novela romántica

En el texto hay: romance juvenil, drama

Editado: 19.07.2025

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