Distimia

CAPÍTULO NUEVE.

No me importó abandonar el abrigo que brindaba la calefacción de mi habitación cuando tomé el pomo de la puerta y bajé las escaleras, guiándome por el eco de mis pasos, como si cada uno de ellos fuera una respuesta a la ansiedad que me nublaba el juicio.

Choqué con un estante, tropecé, si no me equivoco, con una de las sillas del comedor.

¿Cuál era tu urgencia, Peonia?

¿De verdad se habría cansado ya? No pensé que fuese a acobardarse tan rápido.

La casa no estaba especialmente fría, aunque en las habitaciones la calefacción siempre se mantenía encendida. Un escalofrío me recorrió por completo cuando el viento de la mañana golpeó mi rostro apenas abrí la puerta principal.

El vestido sin mangas que había elegido anoche fue, sin duda, una pésima elección. Tampoco imaginé que, al amanecer, me vería corriendo en busca de algo que no debía.

Dudé un segundo antes de extender el pie derecho y dejarlo caer en la húmeda nieve. Me estremecí. Quise volver atrás —la idea me acarició como un susurro sensato—pero si él lo había hecho durante cuarenta y cuatro días, yo no iba a acobardarme por unos pocos minutos.

Eché a correr de nuevo. La nieve, que al principio parecía blanda, se volvió hielo punzante bajo mis pies descalzos. El viento helado cortaba la piel de mis brazos, como si quisiera atravesar el delgado velo de tela que me cubría.

Conocía el camino exacto hacia el buzón. Mis padres me lo habían enseñado hacía ya tiempo, para que pudiera recibir la correspondencia médica en su ausencia. Siempre he querido valerme por mí misma. A pesar de mi ceguera, o quizá por ella, he sentido la necesidad de ser independiente.

Entonces, ¿por qué ahora esta opresión en el pecho, esta urgencia sin nombre, como si necesitara encontrar algo para que mis pulmones volvieran a respirar?

Lo odio. De verdad lo odio. Esto era precisamente lo que no quería sentir. Me enfadaba. me dolía, porque me estaba arrastrando por un camino que juré no tomar.

Palpé el buzón, recorriendo sus bordes irregulares con los dedos entumecidos, hasta llegar a la pequeña puerta metálica. Un vaho blanco escapó de mis labios cuando comprendí que allí no había nada.

Ni carta, ni flor. Nada.

Antes de que tuviera tiempo de procesar aquella desilusión que me atravesó entera, una voz de novena mayor, rompió el silencio detrás de mí.

—¿Buscabas algo?

Me volví con rapidez, la falda de mi vestido dando la vuelta conmigo, y el corazón latiendo desbocado. No sabía si lo estaba mirando de frente. Ni me importaba.

¿Desde cuándo estaba allí?

Dios… si yo sentía que me moría de frío, no quería imaginar cómo debía de estar él.

Qué clase de necedad lo impulsaba a hacer estas cosas…

—No, para nada —respondí, más por orgullo que por convicción.

Llevé las manos hacia atrás, entrelazándolas con torpeza. Escuché sus pasos, la nieve crujir bajo sus zapatos.

—Sé que eres testaruda, Peonia —afirmó con suavidad—. Más sin embargo, no sabía que también fueras mentirosa. Una bastante mala, debo añadir.

Tragué con dificultad. Incluso la saliva parecía haberse congelado en mi garganta.

—¿Qué haces aquí? Está helando —murmuré, buscando desviar el tema.

Él se acercó otro paso. Yo no me moví. No quería retroceder. No esta vez.

—¿Y tú? Estás descalza. Y ese vestido…

Su voz no escondía el reproche. Un instante después, su olor llegó hasta mí, envolviéndome con ese perfume extraño que ya me resultaba familiar, que parecía deshacer el hielo a su paso. No pude pensar con claridad cuando tomó mis manos. Contuve el aliento al sentir cómo entrelazaba nuestros dedos y me atraía hacia él.

¿Qué hacía?

Mis pies dejaron de hundirse en la nieve y se posaron sobre los suyos, cálidos, duros. Estábamos tan cerca que su aliento acariciaba mi rostro.

—Jamás me perdonaría si enfermaras por mi culpa. O si te resfriaras, o… no sé —sus manos recorrieron mis brazos, dejando un leve calor a su paso, para regresar a mis dedos entumecidos—. Esa nariz roja… —rió con un resoplido de diversión.

Atrapé el labio inferior con mis dientes. Estaba reseco por el viento. Mi rostro entero ardía, como si el calor hubiese brotado desde dentro.

—Créeme cuando te digo que he visto muchos tonos de verde —susurró—. Pese a ello, jamás uno como el de tus ojos.

Sentí que el alma se me caía a los pies. Por la prisa, había olvidado ponerme los lentes.

Me ardían las mejillas.

—No mientas —dije, sin aire, con un pudor que no sabía de dónde nacía.

Que él viera algo tan mío, tan íntimo…

—Peonia —comenzó con una voz que no parecía suya, tan honda, tan sincera—la flor más vibrante, hermosa y llena de espinas que he tenido el privilegio de conocer. Si existe un Dios, Él sabría que mi corazón le pediría a voz en cuello, con una angustia que no podría describir, que el día que desfalleciera, lo último que quisiera ver, sería ese verde. Para entregarte mi último aliento, tal como te di el primero, porque sé, Peonia, que nací para ti.



#4982 en Novela romántica

En el texto hay: romance juvenil, drama

Editado: 19.07.2025

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