El viento helado se colaba por los resquicios de mi ropa como dedos invisibles.
Aunque llevaba un abrigo largo, el vestido dejaba mis tobillos expuestos al aire cortante. Me estremecí. Podía imaginar que estábamos por debajo de cero. Aun así, Gloria y yo vinimos a nuestro sitio habitual de todas las tardes: la hamaca suspendida bajo los árboles del jardín.
—Qué mierda de frío —murmuró Gloria, con voz temblorosa.
Asentí en silencio, compartiendo su queja.
—¿Ocurrió algo grave? ¿Tus padres están bien? —la interrogue con preocupación.
No comprendía por qué Gloria había insistido en salir a hablar conmigo en medio de esa helada. Su tono me tenía en vilo.
Ella tomó mis manos entre las suyas, sopló sobre ellas con ternura. Había olvidado ponerme los guantes.
—Sí, están perfectamente. Lo que no está bien es que sigas ignorando a Solian.
Todo mi cuerpo se tensó al oír aquel nombre.
—No lo estoy ignorando —diferí con un susurro defensivo.
—No me mientas, Peonia. No a mí —replicó con firmeza. Sus palabras cayeron como un peso en mi pecho.
—Esta mañana vino… a traerme la última carta. Y un ramo de peonias. Peonias reales —le conté lo que no había podido decirle en mi habitación, antes de que mamá nos interrumpiera—. Me invitó a salir.
Gloria ahogó una exclamación.
—¡Eso es precioso, Peonia! —casi podía ver su rostro iluminado por una sonrisa—. ¿Y qué le dijiste? Dios, qué gesto tan romántico…
Sí que lo era. Me apené por decepcionarla.
—Le dije que no.
El silencio se impuso, sin risas ni entusiasmo.
—¿Por qué hiciste eso?
Retiré mis manos de las suyas, alejándome un poco.
—¿Por qué más sería? Gloria, mírame… —hice un ademán vago hacia mi rostro.
—Claro que te miro. Aun así, no te comprendo.
Chasqué la lengua, frustrada, mordiéndome por dentro.
—No lo entiendes porque tú no vives con una discapacidad. No has aprendido a moverte con este miedo constante, con esta oscuridad perpetua —mi voz temblaba, no por el frío, sino por lo que se acumulaba detrás de las palabras—. He aprendido a conformarme, Gloria. No porque quiera, lo he hecho porque no hay más opción. Entonces llega él, con su risa insolente y esa manera absurda de ser… y comienza a derretir todo lo que me ha costado años congelar.
Mi respiración se volvió irregular. Si tuviera mi bastón, lo apretaría con fuerza.
Gloria soltó una risa breve y amarga.
—No, no estoy ciega. Pero sí he estado a tu lado. Desde siempre. Sé lo que te ha costado cada paso. También sé cuánto has resistido.
Tragué saliva, sentí cómo las lágrimas se acumulaban, tibias, bajo los párpados cerrados. Escuché sus pasos en la nieve, luego sentí su mano buscando la mía.
El viento, como cómplice, comenzó a soplar más fuerte, agitando las ramas con furia.
—Por eso sé que mereces esto. Más que nadie.
—¿Y qué es eso que merezco? —pregunté apenas, con la garganta hecha nudo.
—Vivir. Eso, Peonia: vivir.
Negué con la cabeza, intentando soltar su mano, pero ella la sostuvo con más fuerza.
—La vida hay que disfrutarla. No es un arcoíris, Peonia, es todo el panel completo, con todos los colores. Brillantes y oscuros. Y hay que saborearlos todos. Eso es vivir.
—No quiero seguir sufriendo.
—¿Qué importa? Estamos vivas. Es ahora cuando debemos atrevernos. Si no es con él, será con otro. Pero abre la puerta, al menos un poco —ella subía el tono, como si intentara traspasar no solo mi oído, sino también el muro tras él.
—Shhh… —le puse la mano sobre los labios.
Ella la retiró.
—Tienes otros sentidos, Peonia. Aún puedes experimentar. Tus labios, tus manos, tu piel…
—¡Gloria! —protesté, sintiendo el rubor extenderse por mis mejillas.
La muy tonta soltó una carcajada. No pude evitar sonreír.
—Hazlo por ti. No por él. Porque si no lo haces, yo no voy a perdonártelo —dijo con voz baja, decidida—. Y Solian… bueno, no es feo.
—No quiero que me lo describas. Aún no. Ya lo descubriré por mí misma… quizás, cuando tengamos esa dichosa cita.
Soltó un grito que pareció espantar a los pájaros del vecindario.
—¡Por fin! —exclamó—. Espero que ese tonto se esmere.
Gloria hizo un sonido al inhalar bruscamente, dejó mis manos, después se oyó el roce leve de la piel contra la piel, como un susurro seco en el aire helado.
Imaginé que se frotaba los brazos para recobrar algo de calor. Era fácil suponerlo: la escarcha se había vuelto una segunda piel sobre nuestras ropas.
—Ahora sí, entremos —pidió Gloria entre dientes—siento que hasta los átomos se me están cristalizando.