Una cita se convirtió en dos, luego en tres… y después, en una costumbre.
No nos habíamos apartado de los chicos, no del todo. Pero comenzaron a surgir días que reservábamos solo para nosotros: tardes en las que nos demorábamos en caminatas sin rumbo, conversaciones detenidas en parques o cafés, como si el mundo pudiese esperar.
Solian y yo solíamos quedarnos atrás, conversando de todo un poco, como quien no desea que el momento se termine. Aprovechábamos cualquier jornada libre para escabullirnos a algún rincón tranquilo.
En una de esas tardes, mientras paseábamos por Rittenhouse —abarrotado ese día de niños y familias, de risas y carreras—, él interrumpió el silencio que nos envolvía con una pregunta inesperadamente íntima:
—¿Cuál es tu canción favorita?
Guardé un instante de silencio, pero no lo necesité demasiado.
Fue durante la edad de mi diagnóstico, en los años inciertos que le siguieron, cuando me volqué con devoción a la música de Ray Charles. Necesitaba comprender. Necesitaba saber que no era la única. Que el dolor, en algún lugar, podía transformarse en arte.
Más aún cuando supe que él también había amado las teclas del piano… y que la ceguera lo había alcanzado aún antes que a mí.
—Georgia on My Mind, de Ray Charles.
Ese día, como en muchos otros, Solian me había pedido que dejara el bastón en casa. Creo que era su pretexto para entrelazar nuestros brazos sin interrupciones. Y, en verdad, no encontraba en mí la voluntad de oponerme.
—No la he escuchado —admitió, con ese tono de promesa que siempre hallaba forma en sus palabras— pero lo haré en cuanto regrese a casa. Por ti.
Sonreí. Claro que lo haría.
—Y también… —añadió con algo de cautela— me gustaría oírte tocar el piano, aunque fueran unas pocas notas.
La sonrisa, sin embargo, se borró en un instante.
Aquel silencio… esa punzada honda y muda. El vacío que dejó en mí haber renunciado al piano —a algo que fue tan entrañablemente mío— seguía allí, inalterable. Era una herida que aún no encontraba alivio.
Solian, percibiendo el cambio, no dijo más. Me ayudó a sentarme en una de las bancas del parque. Poco después, los chicos se nos unieron.
Apio y Aimy discutían con vehemencia sobre algún videojuego; el primero hablaba con tal rapidez que parecía narrar una carrera de coches, y el segundo, apenas podía seguirle el paso.
Sonreí con ternura.
—No prometo nada que tenga que ver con eso —le dije a Solian, en voz baja, antes de volver a sumergirme en la charla de los demás.
Él, en su sabiduría callada, no insistió. Me concedió el espacio, el silencio. Supo leer lo que muchos no veían. Entendía que no todas las puertas pueden abrirse de golpe.
Esa noche, al regresar a casa, me detuve frente a la puerta de aquella habitación que no cruzaba desde hacía tiempo. Mi mano, casi por voluntad propia, buscó el pomo. Dudé. Luego, lentamente, la abrí.
Me acerqué, extendí la mano, y allí, en su rincón habitual, permanecía el piano.
Oscura caoba, imaginé que reluciente, como si el tiempo se hubiese detenido sobre su superficie. Intuí que mamá lo había estado limpiando en secreto, pues ya no llevaba el protector que solía cubrirlo.
Ese piano había sido mi refugio, el único lugar donde todo cobraba sentido cuando el mundo parecía desmoronarse. Donde la oscuridad no importaba, porque bastaba el tacto, la vibración, la voz de las teclas.
Me picaban los dedos. Como si los recuerdos pudieran volver a través de ellos.
Aunque pasaran los años, jamás se borraría de mi piel la memoria de esas teclas: firmes, pero suaves. Frías al principio, hasta que se calentaban bajo la emoción.
Seguí paseando la habitación, la cual estaba intacta. Los cuadros de pianistas ilustres aún colgaban de las paredes, las partituras dormían esparcidas como hojas de otoño, y el viejo tocadiscos —ese regalo de la abuela en mi cumpleaños número once— seguía en su rincón, junto a los discos de vinilo que ya conocía de memoria.
Suspiré, con un nudo en el pecho. Aún no estaba lista. No sabía exactamente qué me detenía… y eso, de algún modo, me frustraba más que el dolor mismo.
Cerré la puerta, no sin antes apagar la luz.
Me preparé para dormir con gestos automáticos: los dientes, la ropa de invierno, las mantas. Ya en la cama, con el corazón palpitando a su antojo, pensé en él.
Una sonrisa surgió, pequeña, sincera.
Busqué mis audífonos, los coloqué con cuidado y encendí el MP3. Al mover los botones, la melodía de Georgia comenzó a llenar mis oídos.
Cerré los ojos. La canción se alzó como un viejo conocido que regresa después de mucho tiempo. Entonces lo imaginé a él, en su cuarto, escuchándola también, como me lo había prometido.
Recordé que su película favorita era Cuando te encuentre. No era difícil adivinarlo: había en él esa obstinación tierna de los románticos incorregibles.
No tenía una canción predilecta, pero sí un gusto amplio y sincero por la música. Amaba los atardeceres. Su comida favorita era el stromboli, y sus libros favoritos, los del romanticismo clásico, con alguna incursión en la filosofía.