Por fin había llegado la primavera.
Los abrigos se guardaron en los armarios, la nieve se deshizo en charcos que el sol se encargó de secar, y la humedad, como un suspiro antiguo, se evaporó junto a ella.
Era catorce de abril del dos mil diecinueve y Filadelfia celebraba un evento que, hasta entonces, me había resultado ajeno: el festival de los cerezos en flor.
Un ritual anual dedicado a la bienvenida de la primavera, en el que la ciudad se vestía de rosa y blanco para honrar la belleza efímera de los sakura, donde la cultura japonesa se desplegaba en aromas, colores y melodías.
Durante años, yo me había refugiado en la penumbra de mi habitación, ignorando el mundo que brotaba a mi alrededor, como quien guarda silencio ante un poema que teme no comprender. Pero esta vez, todo era distinto. Esta vez, había una cita.
Solian me había invitado.
No estaríamos solos; mis padres, lo padres de mi mejor amiga, Gloria y los chicos nos acompañarían. Sin embargo, en ese gesto y en ese compromiso pequeño, se tejía para nosotros una especie de promesa.
La primavera no solo llegaba a la ciudad, sino a mi corazón.
Pedir ayuda a Gloria y Mell para elegir el vestido fue un acto que desbordó una felicidad silenciosa. Mamá, con su amor por la moda ochentera, había llenado mi armario con vestidos de otro tiempo.
Opté por uno color beige hasta los tobillos, delicado, con pequeñas flores bordadas que parecían susurrar a la naturaleza. Dos plisados adornaban el pecho y un sutil volante se posaba bajo la clavícula, mientras la cintura ceñía la tela, suave al tacto y ligera como el aire.
Dejé mi cabello suelto, salvo por un lazo que recogía la parte delantera, sencillo, sin estridencias. Gloria no aceptó un “no” por respuesta cuando quiso maquillarme: un rubor delicado en las mejillas y un brillo tenue en los labios.
Ella, con su vestido suelto, y Mell, fiel a su estilo oscuro, eligieron atuendos que las definían con naturalidad.
Mis padres, los de Gloria, y los chicos partirían en la camioneta de papá; Solian y yo en la suya. Antes de salir, no pude resistir la curiosidad y pregunté a Gloria qué llevaba puesto él.
—Una camisa desabotonada de colores rojos y naranjas, con figuras. Debajo, una franela blanca. Pantalones negros con cinturón a juego y Converse verdes —describió con detalle—. Su cabello largo, suelto como siempre.
Al oír eso, alcé las cejas. Solian tenía el cabello largo.
—¿En serio…?
Antes de que pudiera terminar la pregunta, Apio llamó a Gloria.
—¡Apresúrate, Gloria!
Sus pasos apresurados removieron pequeñas piedras en el pavimento.
—Terminaremos de hablar en el festival —me dejó un beso en la mejilla, luego se fue dejándome sola con Solian.
No había rostro en mi mente para el cabello que Gloria había pintado en palabras. Esa ausencia me pesaba, pero ya no como antes. Ya no como una carencia, sino como un misterio que aprendía a aceptar.
Me frustré en silencio.
—¿No te agotas de dejarme sin aliento todos los días, Peonia Hawkins? —su voz, suave como un susurro antiguo, envolvió mi piel y agitó mi corazón.
Sonreí, complacida por sus palabras. Yo también imaginaba su figura, guapísimo, con esa camisa que Gloria describía.
—Tú también debes verte guapo —me atreví a decir—. Un ochentero moderno, con estilo.
—¿Cómo sabes que…? —intentó adivinar.
—Gloria —contesté con un gesto cómplice.
Reí suavemente y él me siguió.
—No soy presumido, pero quizá esté un poco guapo —bromeó él—Claro que, jamás a tu nivel. Estás preciosa —me aseguró.
En ese instante, sentí sus manos rozar el lazo que adornaba mi cabello. Mi pecho latió con la fuerza de un maratón invisible, y el mundo se redujo a ese contacto.
Últimamente, la presencia de Solian me distraía tanto que no reparaba en sus pasos, ni en cómo se acercaba.
—Gracias —dije—. Y como yo sí soy presumida, sé que tus palabras son sinceras.
—Me alegra que lo sepas. Porque no habrá alguien como tú: ni antes, ni ahora, ni después.
Esa declaración, me lleno de valentía. Extendí la mano hacia él y pude sentir las hebras suaves de su cabello, algunas largas, otras más cortas, acariciando mi piel.
Su exclamación ahogada me sorprendió, como si contuviera la respiración.
—¿De qué color es?
Se tomó un momento antes de responder.
—Castaño, con mechones dorados.
Hermoso, por supuesto que sí.
El festival se desplegaba a nuestro alrededor, una sinfonía de voces, risas y música que flotaba en el aire como un sueño colectivo.
En el Fairmount Park, el aroma a pollo frito y atún se mezclaba con especias orientales; el retumbar de tambores japoneses hacía vibrar el suelo y el alma.
Solian me describía con detalle cada escena y mi mente la pintaba con las palabras.