—Bueno, chicos, así termina la clase de hoy. Recuerden tener listas sus respectivas tareas para la próxima.
Apenas la profesora se despidió, el aula se convirtió en un pequeño terremoto de sonidos: pupitres arrastrándose, mochilas cerrándose de golpe, pasos apurados y voces juveniles que rebotaban por las paredes.
La prisa del mediodía era una costumbre compartida, quizás por hambre o por la promesa de un recreo más libre, donde la vida parecía, al menos por unos minutos, pertenecer enteramente a ellos.
Yo no tenía prisa.
Me tomé mi tiempo. No por simple capricho, sino porque el tumulto me fatigaba. Esperé a que el aula se vaciara, a que el bullicio muriera en el pasillo y el silencio regresara como un viejo amigo. Solo entonces me puse de pie y eché el bolso al hombro con calma.
—Aquí está mi flor, la más bonita del jardín de mi corazón —anunció Solian, con su voz entrecortada que me llevó a deducir que venía corriendo.
—¿Es que acaso tienes un jardín muy grande allí? —repliqué, sonriendo con suavidad.
—Oh, no. Me expresé mal. La única flor hermosa que habita en mi corazón.
Una risa breve escapó de mis labios. Cuando tomó mis manos con la ternura acostumbrada, le di un golpecito amistoso en el hombro.
—¿Y ahora a qué se debe tanta carrera?
—¿Te queda alguna clase después del almuerzo?
—Sí, una más. ¿Por qué?
Él no soltó mis manos. Tampoco había traído el bastón, como ya era habitual. Desde hacía semanas, Solian me esperaba cada día junto a la puerta, con una ofrenda pequeña entre sus manos: una flor, un dulce, una página marcada en voz alta.
Eran gestos simples, pero poseían una dulzura antigua, como de otras épocas.
El último libro que me leyó fue El fantasma de la ópera. Lo escuchaba sin necesidad de ver, y, sin embargo, las imágenes acudían a mí con intensidad: un teatro oscuro, una voz solitaria, un amor que dolía.
El actual era El tiempo que tuvimos, y ya íbamos por la página trescientos. A veces, no sabía si amaba el libro o simplemente su voz leyéndomelo.
Como aquella noche.
Esa noche en que, sin aviso, Solian decidió escalar hasta mi ventana. No pude evitar el temblor en las manos ni el sobresalto en el pecho. Por un instante, el corazón me palpitó en la garganta al pensar en que mis padres lo descubrirían y nos mataran a ambos.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté, con el aliento corto y la voz apenas un susurro—. Definitivamente estás loco.
—Quería leerte un párrafo hermoso que encontré —susurró también—. Personalmente.
Me tomó de una mano, sus dedos eran tibios. Me condujo hacia el centro de la habitación, lejos de la ventana abierta.
—Pudiste esperar hasta mañana —reproché, aunque mi sonrisa me traicionó.
—No habría sido igual. Ya no lo habría podido decir con la misma devoción y anhelo.
—Entonces, léeme —mi voz sonó más rendida de lo que esperaba.
Se acercó. Su aliento rozó mi rostro. Su aroma —ese aroma suyo— llenó la estancia con una presencia más honda que cualquier luz. No había encendido la lámpara, pero no hacía falta. Él podía ver, y yo podía sentirlo.
Escuché el leve roce de las páginas, un carraspeo, luego, esa voz de novena mayor:
—Soneto 18, de William Shakespeare —expresó con solemnidad—¿Debo compararte con un día de verano? Tú eres más hermosa, y más apacible… Los vientos sacuden los tiernos brotes de mayo, y el arriendo del verano tiene muy corta fecha…
Mientras hablaba, su voz descendía como un hilo de agua en el silencio. Cada palabra se deshacía lentamente en el aire, y algo en su entonación me conmovía.
Sentí un nudo en la garganta, como si el poema me hablase a mí y también a una parte antigua de mí que había permanecido dormida demasiado tiempo.
—…a veces, demasiado brilla el ojo del cielo, y su dorado rostro a menudo se oscurece, y toda belleza, alguna vez declina. Por azar, o por el curso natural de la vida…
Entonces ocurrió: pensé en el piano. Exactamente las notas de Yann Tiersen, Amélie. En mí, sentada frente a las teclas.
—…pero tu verano eterno jamás se desvanecerá, ni perderás la belleza que posees. Ni la muerte podrá jactarse de tenerte en sus sombras, cuando en versos eternos tu tiempo perdure. Mientras los hombres respiren, y los ojos puedan ver, vivirán estos versos, y en ellos, vivirás tú —concluyó, dejando que el silencio reposara entre nosotros, como un pétalo.
No sé cuánto tiempo pasó antes de que pudiera respirar con normalidad. Solo sabía que, en ese instante, hubiese querido abrazarlo no solo con los brazos, sino con el alma entera.
—¿Cuál es tú mayor anhelo, Peonia? —preguntó entonces, su voz baja y temblorosa.
Guardé silencio.
La pregunta no me sorprendía; su momento, sí. Hacía años que no me atrevía a responderla. Era un deseo que me dolía más de lo que me ilusionaba. Sin embargo, en su compañía, ese dolor tenía otra textura: menos filo, más hondura.