Distimia

CAPÍTULO DIECISÉIS.

Así como la primavera había llegado sin aviso, también había llegado mi cumpleaños.

Los días transcurrían con una ligereza inusitada, y aunque el tiempo parecía desvanecerse entre sombras tenues, ya no era la soledad quien me hacía compañía.

Mis padres y Gloria no eran los únicos emocionados. A ellos se habían sumado los chicos y Solian, quienes colaboraron con papá en la preparación del pastel, mientras las chicas, entre risas y papeles de colores, ayudaban a mamá con la decoración de la casa.

Al posar el pie sobre el último escalón de la escalera, un grito unísono de ¡Sorpresa! me envolvió con una calidez repentina y festiva.

Lo había presentido —ninguno de ellos sabía disimular, menos aún Aimy, que casi estropea la sorpresa al anunciarla antes de tiempo— aun así, la emoción que me embargó fue del todo auténtica. Fingí asombro, sí, pero no fingí la alegría. Aquello que sentía era real, hondo, sincero.

Más aún cuando pensé en el vestido que llevaba: ceñido a la cintura, con una falda amplia que se desplegaba con graciosa soltura. De un rosa delicado, sin mangas, sostenido apenas por finas tiras, me confería una ligereza elegante. Gloria me recogió el cabello en una alta coleta, y unos tacones a juego completaban el conjunto.

Todo, obsequio de Solian.

No pude contener una risa viva y plena cuando mamá, Gloria y Mell me entregaron su regalo, entre comentarios y abrazos que me rodearon como un lazo invisible.

El aire estaba impregnado de dulzura: papá no sólo había horneado la torta, sino preparado un banquete digno de un festín.

—Por fin te veo decente —soltó Aimy, fiel a su estilo irreverente.

Por un instante, deseé empujarle la frente con dos dedos. Pero me contuve; aquel era mi día, y nada habría de empañarlo.

—Estás muy hermosa, Peonia. Feliz cumpleaños —me felicitó Apio, con un abrazo efusivo que me hizo sonreír.

Entonces, la voz que aguardaba en silencio.

—Por supuesto que tengo buen gusto —se jacto Solian, con una risa leve—No sabes el honor que me haces al llevar mi pequeño presente. Uno de ellos, al menos.

—¿Hay más? —pregunté, sintiendo cómo el corazón se aligeraba, latido a latido.

—Por supuesto que sí.

La tarde fue más que alegre. Fue entrañable. La vecina Jutt y su nieta se unieron a la celebración, trayendo consigo obsequios y buenos deseos. La mesa del comedor se convirtió en un paisaje de afectos, con cajas, cintas y voces amables que resonaban en la memoria.

Todos dijeron algo. Mamá, con lágrimas discretas. Gloria, con palabras sentidas. Solian, con dulzura. Aimy y Apio, con ese humor torpe que siempre consigue arrancar una carcajada y Mell, con palabras rápidas pero sinceras.

—Bueno, creo que ha llegado el momento de la última sorpresa para la cumpleañera —anunció Solian, poniéndose de pie.

Tomándome del brazo, me condujo hacia la camioneta. Los chicos nos siguieron, subiendo a la parte trasera.

Durante el trayecto, el corazón se me aceleraba. No podía dejar de imaginar.

¿Adónde íbamos? ¿Qué había planeado?

El camino duró cerca de una hora. Al detenerse el vehículo, Solian bajó y rodeó el coche para abrirme la puerta. El viento soplaba con brío desde distintas direcciones moviendo las telas de mi vestido, lo que me hizo suponer que estábamos en campo abierto.

—¿Dónde estamos?

—A las afueras de Filadelfia. Rosebrook.

El nombre no me decía nada, pero la voz con que lo pronunció sí: una mezcla de ilusión y promesa.

Me describió el lugar con calma. Una parcela de tres hectáreas, con una casa de madera de dos pisos a lo lejos. No mencionó árboles ni cultivos, pero algo en su tono me hizo imaginar amplios cielos y luz dorada.

De pronto, comenzaron a sonar violines, luego la voz inconfundible de Ray Charles, entonando mi canción favorita.

Georgia en mi pensamiento —murmuré, sonriendo.

—Hoy, es Peonia.

Reímos, y en ese instante, el tiempo pareció detenerse.

—Debo admitir que este regalo es más para mí que para ti. Pero quiero honrar este día como lo que es: el día en que naciste para mí, Peonia Hawkins.

Él decía que yo le robaba el aliento, pero lo cierto, era mi corazón quien perdía el compás cuando lo oía hablar así.

—Deberías dejar de decir cosas como esas —fingí molestia—. Luego no podré sacármelas de la cabeza, ni del corazón.

—Ese es mi propósito. Quiero que seas mía, en cuerpo y alma, así como yo soy tuyo.

—¡Solian! —exclamé, entre risas y vergüenza.

Más adelante, me describió una mesa dispuesta con esmero: velas, flores, un mantel limpio, dos platos aguardando. Los chicos hacían de mesoneros, tratando de conservar la seriedad.

—Hoy queremos honrar dos cosas —comenzó Apio.

—El amor y la vida —añadió Mell.

—Y la comida —terció Aimy.



#11902 en Novela romántica

En el texto hay: romance

Editado: 22.09.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.