Los días se habían tornado largos, dorados y plenos de humedad.
El verano había descendido sobre nosotros sin reservas, derramando su calor pegajoso en cada rincón, pero también prodigando esa luz interminable que parece alentar a la vida a prolongarse un poco más.
Aquella mañana tuve una cita con los médicos. Me confirmaron que todo marchaba bien, logrando que saliera del hospital con el corazón más liviano.
Más aún al encontrar, del otro lado de la puerta, a Solian aguardándome con un ramo de flores frescas entre las manos.
Desde que me pidió que fuésemos novios, mamá y papá lo recibieron en casa con una calidez que, por momentos, me descolocaba. Se había integrado con naturalidad a nuestras pequeñas rutinas: tardes de fútbol con papá, meriendas en el porche, y plácidas conversaciones en el jardín junto a mamá.
En más de una ocasión coincidimos los tres bajo la sombra de la hamaca, cuando el calor declinaba y el tiempo se ablandaba.
Solian, para mi sorpresa, sabía lo suyo sobre jardinería. No era experto, sin embargo, poseía ese conocimiento heredado de quien ha crecido entre macetas y tierra removida.
Sus padres eran personas cordiales y entrañables. Una semana después de aquella noche, Solian me llevó a conocerlos formalmente.
No se sorprendieron al saber que era ciega; ya lo sabían desde hacía tiempo. Me confesaron, con una ternura que me conmovió, que su hijo no había dejado de hablarles de mí desde el instante en que nos conocimos. Que esperaban mi visita con verdadera ilusión.
Aquel día tomamos un café humeante que su madre preparó con esmero, y conversamos largo rato, entre risas y confidencias suaves. Me sentí a gusto desde el primer instante, como si ya hubiese estado allí, como si algo en aquella casa reconociera mi presencia.
Desde entonces, fuimos con frecuencia, a veces en compañía de Gloria, Mell, Aimy o Apio; otras, ellos se escabullían al parque, alegando que “los enamorados necesitaban espacio”.
Yo no me quejaba.
Y como todo verano fiel a su vocación, en pleno julio —ese mes que abrasa con sus más de treinta grados— nos hallábamos esa tarde en el centro comercial.
Gloria y yo caminábamos del brazo, mientras mamá avanzaba unos pasos por delante.
Pese al aire acondicionado, sentía cómo la tela comenzaba a adherirse a la piel húmeda. El murmullo de la multitud, el zumbido de los ductos de ventilación y el eco de los pasos componían una sinfonía lejana y constante, como un río subterráneo que nunca se detiene.
—¿Te apetece un helado? —preguntó Gloria.
—De vainilla con virutas, si es posible —le hice saber con una leve sonrisa.
Nos dirigimos al local. Había bastante gente, y Gloria comentó que frente a una tienda de ofertas se agolpaba una pequeña multitud. Avancé con el bastón, tanteando el suelo, hasta que un borde metálico me hizo corregir el paso. Fue entonces cuando un empujón brusco me hizo trastabillar.
—¡Cuidado, niña! —exclamó una voz áspera—. No vayas estorbando si no ves por dónde andas.
El golpe no fue violento, pero sí humillante. Caí de rodillas, y el bastón se deslizó por el suelo. Gloria se agachó de inmediato a socorrerme. Detrás, alguien dejó escapar una risa seca. El hombre, lejos de disculparse, gruñó con desdén:
—Estas cosas deberían quedarse en casa. Ocupan espacio.
—¡Cállese! —gritó Gloria, furiosa.
Apreté los labios mientras sentía las palmas arder. Más que el golpe, dolía la indiferencia del entorno. Nadie dijo nada. Nadie detuvo a aquel hombre. La risa no era lo peor; lo peor era el silencio.
El mundo, una vez más, confirmaba su tibieza, su incomodidad hacia quienes no encajaban.
Porque seamos sinceros: la sociedad no está hecha para nosotros. La tecnología progresa, sí, pero rara vez lo hace para quienes vivimos en los márgenes. Nos toleran, a veces. Nos miran, otras. Pero casi nunca nos ven.
—No me mires así —musité mientras Gloria intentaba incorporarme—. Estoy bien.
Mentía.
Mamá llegó al poco tiempo, jadeante, alarmada. Me abrazó, inspeccionó mis rodillas, mis manos, murmurando palabras dulces y atropelladas. Sus dedos temblaban cuando me alisó el cabello, como cuando era niña y tropezaba en la acera. Gloria, aún conmovida, no me soltó la mano en ningún momento.
La tarde, para mí, estaba arruinada. Aun así, no quise que lo fuera también para ellas. Caminamos un poco más, tomamos el helado. Sonreí. Hablé. Pero por dentro, solo anhelaba regresar a casa y encerrarme.
Al fin, mamá dejó a Gloria en su casa. Yo subí directamente a mi habitación. Me dejé caer sobre la cama, envuelta por la suavidad de las sábanas, que parecían acogerme como un regazo familiar. Cerré los ojos.
Me encontraba ya entre el sueño y la vigilia cuando unos golpecitos suaves en la ventana me despertaron.
Sonreí.
Me incorporé. Por pura memoria, caminé hasta la ventana y la abrí. Un beso cálido fue depositado en mi frente. Sentí su aliento, reconocí su aroma, aunque esta vez traía consigo un leve rastro de tierra húmeda.