La noche caía con elegante lentitud sobre Filadelfia, y las luces de Broad Street titilaban como faroles sacados de un sueño —así me lo describió Solian —mientras me guiaba con firmeza por una puerta lateral del majestuoso Kimmel Center.
—¿Estás seguro de que se puede? —susurré, atrapada entre la intriga y la sombra persistente de la culpa.
Podía imaginar la expresión de mis padres si llegaban a descubrirnos, sobre todo la de papá. Ese cosquilleo inquieto bajo la piel no era otra cosa que su voz, sus advertencias, su cuidado temeroso haciéndose presente aun en la distancia.
—Conozco a alguien que me debe un favor —respondió Solian, en voz baja.
El sonido de un cerrojo cediendo nos recibió como el suspiro exhausto de una historia antigua. Entramos por una puerta, cruzando un pasillo estrecho que olía a madera encerada y terciopelo fatigado.
Las paredes, silenciosas, parecían conservar en su interior los nombres de artistas ya ausentes, aplausos lejanos y melodías que se negaban a morir del todo.
Ascendimos por una escalera. Escuché cómo unas bisagras cedían de nuevo. Solian empujó una puerta.
—El Verizon Hall —anunció con una reverencia inconsciente—. Con sus curvas suaves y sus butacas vacías, parece un océano rojo en calma.
No podía creer que me hubiese conducido a un lugar tan colmado de belleza y resonancia. Lo había contemplado antes de perder la vista por completo, y a pesar de los años transcurridos, la imagen permanecía nítida en mi memoria, como una pintura resguardada del tiempo.
—Esto es… —comencé, intentando nombrar lo innombrable.
—Una sala de conciertos solo para ti —me interrumpió Solian—. La otra noche me confiaste cuál era tu mayor anhelo. Sé que ya eres la mejor pianista de Filadelfia, y sé que aquí solo estamos tú y yo Peonia, pero mi admiración, y los aplausos que te brinda mi corazón, valen lo mismo que si miles se pusieran de pie por ti.
Tragué saliva con dificultad. ¿A quién no se le derretiría el alma ante palabras así? ¿Qué artista no se sentiría reverenciado por una devoción tan pura?
Solian me condujo al centro del escenario. Allí, en medio de aquel vacío solemne, el eco de sus pasos tenía la musicalidad de una cuerda que vibra en el silencio. Su voz era ya parte de la acústica, como si el recinto entero lo escuchara y le respondiera.
Extendí la mano una vez más. Una corriente eléctrica subió por mis dedos al rozar la madera pulida, el atril, las teclas y la piel cálida de Solian contra la mía.
Hacía mucho que no tocaba. Desde hacía demasiado tiempo.Sin embargo, me invadía la certeza de que aún podía hacerlo. Aunque una duda breve me rozó el pecho: ¿y si los acordes no me encontraban como antes? ¿Si el silencio se convertía en mi única melodía?
Pero entonces recordé la forma en que sentí como Solian me miró al decir que yo era su concierto favorito. Y supe que no necesitaba perfección. Solo verdad.
—Toca algo —me pidió con suavidad—. No para mí, Peonia, para ti.
Con cuidado, me acomodó en el banco del piano. Escuché sus pasos al situarse frente a mí. Sentí el peso de su presencia descansar parcialmente sobre el instrumento.
Respiré una, dos, tres veces. Deslicé la punta de los dedos sobre las teclas. No era mi piano, pero el que guardaba los recuerdos no era el instrumento, sino mi corazón.
Mi mano derecha descendió con precisión hacia la tecla Fa, que había aprendido a encontrar con el tacto: dos teclas negras a la derecha, el pulso exacto de la octava bajo mis yemas. Pulsé con suavidad. Luego añadí La y Do: Fa mayor.
El sonido vibró cálido y sereno, como la luz que atraviesa una cortina delgada en las mañanas de primavera. Me atravesó como si se abriera dentro de mí una ventana olvidada.
Entonces comencé.
Los arpegios subían como una escalera de cristal: Fa – La – Do, otra vez, seguido de un silencio delicado, luego la repetición en otra inversión. Mi mano derecha se sumó con notas sueltas, como hojas flotando en el aire, temerosas aún de caer. El acorde de Re menor apareció tras la melodía —Re – Fa – La— triste y luminoso a la vez.
No necesitaba ver el piano para comprenderlo. Lo conocía con la piel. Mis dedos sabían a dónde ir porque mis oídos sabían adónde deseaban llegar.
El Si bemol surgió profundo y melancólico, seguido de un Do mayor que parecía elevarse hacia algo más allá de las paredes. El ritmo era lento, como un pensamiento que se resiste a marcharse. Las notas negras, agrupadas de dos y tres, eran faros táctiles en el mar blanco de las teclas. Me apoyaba en ellas como quien se orienta en la niebla.
Cuando el último acorde se desvaneció como un suspiro largo, no retiré los dedos de inmediato. Dejé que la resonancia muriera sola, como mueren los recuerdos: sin apuro, sin estridencia.
Sonreí entonces, serena, y murmuré:
—Una Mattina, de Ludovico Einaudi. No sé si fue perfecta, pero creo que fue sincera.
El silencio cayó como un manto. Por un instante pensé que Solian se había marchado. Pero su respiración, agitada y temblorosa, me confirmó que seguía allí.
—Fue maravillosa. Te veías maravillosa —dijo con voz entrecortada. Luego aplaudió—. Te estoy aplaudiendo con la espalda lo más recta posible.