Marzo llegó, y con él las audiciones. Así mimo, nuevas novedades.
Gloria, Solian y los chicos habían sido aceptados en la universidad. Me sentía tan feliz por ellos. El sentimiento era mutuo. Sin embargo, la alegría compartida tenía un matiz apagado: el único que se iría lejos sería Solian.
Yo intentaba no demostrarlo. Aimy, en cambio, se lo recalcaba una y otra vez, diciéndole que era un mal amigo por querer dejarnos e irse tan lejos.
Le daba tres golpecitos en la frente para que se callara. No quería que Solian se viera afectado por comentarios negativos y terminara cambiando de opinión.
Sentados en la cafetería de la escuela, volví a regañarlo.
—Guarda silencio.
Aimy chasqueó la lengua, más molesto que arrepentido, pero me hizo caso.
—Solo serán cuatro años, chicos. Luego de eso, volveremos a ser libres otra vez —trató de tranquilizarlos Solian.
—No lo creo —objetó Mell—. Cuando salgamos de la universidad nos atrapará por completo la vida adulta: el trabajo, el matrimonio, los hijos…
Hizo un sonido de asco al terminar.
—Bueno, a mí sí me encantaría casarme y tener muchos, muchos hijos —añadió Solian con coquetería, sabiendo que me estaba mirando directamente.
Sonreí, sonrojada. Los demás comenzaron a lanzarle bromas.
Días después, llegó lo que tanto anhelaba y temía al mismo tiempo. La audición. No había dejado de practicar ni un solo día en casa, pero, aun así, el miedo persistía.
Tenía ya más de tres obras listas: algo barroco, algo clásico-romántico y una pieza moderna.
—¿Me veo bien? —le pregunté a mi madre con las manos temblorosas, pero fue papá quien respondió:
—Te ves hermosa, hija. Sé que allá deslumbrarás con tu belleza y tu talento.
Sonreí, agradecida.
El vestido que llevaba era largo hasta los tobillos, blanco. La parte del busto, de seda, se extendía con una caída vaporosa hasta los codos. Desde el ajuste en la cintura, la tela cambiaba a una más gruesa —aunque suave— adornada con seis botones dispuestos al centro y pliegues que formaban ondas delicadas.
Era hermoso.
O al menos, así lo describieron mi madre, Gloria y Mell. Yo, con algo de tacto, me hice también una idea.
Mi cabello no fue recogido, pero sí domado con esmero. El maquillaje era natural, salvo por los labios pintados de rojo, un detalle dramático. Llevaba zapatillas con poco tacón: no quería tropezar por los nervios y terminar tocando las teclas con la cara.
La ciudad aún dormitaba bajo un cielo plomizo cuando llegamos a Rittenhouse Square. Mi padre me ayudó a bajar antes de que Solian pudiera hacerlo.
El aire olía a piedra mojada, a ramas antiguas y barniz. Un leve escalón, y luego la textura mullida de una alfombra corta, de esas que amortiguan los pasos como si el mundo debiera entrar descalzo.
La puerta del Curtis no chirrió al abrirse. El silencio era absoluto. No el del vacío, sino el de un lugar que escucha.
Avancé guiada por mi madre, aunque no necesité demasiado. Aquel edificio tenía un lenguaje que comprendía: las paredes parecían respirar en madera, el suelo respondía a cada pisada con un eco suave. El aire era tibio, como si la música —invisible, expectante— templara los pasillos desde dentro.
Al fondo, alguien murmuraba en voz baja, con la misma cautela respetuosa de los templos o las bibliotecas. Un asistente nos condujo a una pequeña sala de espera. Roce con la yema de los dedos el brazo de una silla tapizada: terciopelo gastado, de tacto tibio. Desde allí, podía imaginar los pianos durmiendo en habitaciones contiguas, como bestias serenas que solo despertaban con el toque de las manos.
No pregunté la hora. Ya no importaba. Afuera, el mundo seguiría girando. Dentro, solo existía eso: el piano, yo, y un umbral abierto entre ambos. En la sala, mis latidos eran más reales que cualquier voz.
El tejido de mi vestido me rozaba los brazos con una delicadeza incómoda, como si mi propia piel también estuviera aguardando. Entonces Solian se sentó a mi lado. Guardó silencio unos segundos, hasta que sentí el calor de su mano tomando la mía.
—Quiero que sepas que el orgullo que siento por ti en este momento no me deja ni respirar —mi rostro se volvió hacia él, como atraído por la vehemencia de su voz—. Y también quiero que sepas… que te amo.
Una asistente pronunció mi nombre con suavidad:
—Peonia Hawskin.
Pero yo ya había dejado de pensar. Y mi corazón, de latir. Fue Solian, fueron las manos de mi madre quienes me animaron a ponerme de pie.
No había llevado mi bastón. No lo necesitaba. Solo llevaba puestos los lentes.
El salón olía a madera vieja, a barniz y a tiempo. Mi madre, mientras avanzábamos, me susurró que tres personas aguardaban tras una mesa larga. No dijeron nada. Solo anotaban.
Imaginé el piano de cola ocupando el centro como una criatura dormida, aguardando ser despertada. Y mientras lo hacía, pensaba en que… Solian me amaba.