Abrí los ojos esa mañana con una certeza extraña y luminosa: nunca antes había sido tan feliz como a mis dieciséis años.
Y eso que, a mi corta edad, ya había tenido el privilegio de saborear algunas de las pequeñas delicias de la vida. Pero esto… esto era distinto.
Esto se sentía en el alma.
Peonia Hawskin era, para mí, la definición perfecta de lo inefable.
¿Quién no caería rendido ante alguien así? ¿Qué corazón no se estremecería al escuchar su risa? ¿Qué persona con un mínimo de sensibilidad no quedaría atrapada por su forma de ser?
Solo un tonto. Solo un tonto no lo haría.
Aunque a veces ella pensara lo contrario, yo sabía que el mundo veía su inteligencia, su fuerza, su ternura, su independencia. Y se quedaba, fascinado, mirándola.
Recordar el momento en que me dijo que sí, que quería estar conmigo, que aceptaba este amor que me desbordaba… me bastaba para perder la cabeza por completo de felicidad.
Por eso estaba aquí, manejando a toda velocidad en dirección a algo que se había vuelto importante.
En la parte de atrás de la camioneta venían Aimy y Apio. Mell iba sentada a mi lado.
Sabía que, cuando les preguntaría si querían ayudarme con esto, me dirían que sí sin pensarlo.
—Lo que piensas hacer requiere mucho dinero —dijo Mell, mirándome de reojo—. ¿Qué vas a hacer si él te dice que sí?
Giré el volante hacia la izquierda, justo cuando pasamos bajo el cartel de madera que decía Rosebrook.
—Esa es la idea, Mell —respondí con serenidad—. Que acepte.Lo demás, lo resolveré después.
El camino de tierra crujió bajo las ruedas.
El terreno se abrió frente a nosotros, enorme, tranquilo. Al fondo, una casita de madera, tan vieja como su dueño. Tal vez más. Apostaría que más.
El dueño de la casa ya nos estaba esperando frente al porche, con una taza de café humeante en la mano.
Mientras el polvo se elevaba detrás de nosotros por culpa de las llantas, estacioné la camioneta a un costado de la entrada principal, procurando dejar un poco de espacio.
No diría que estaba nervioso, pero sí cargado de expectativa. Lo que venía a proponer era ambicioso, y no sabía si él aceptaría.
Era un viejo amigo de la familia, especialmente de papá. Lo conocía desde que tenía memoria, pero hacía tiempo que no lo veíamos con regularidad.
Unos años atrás había decidido mudarse a las afueras de Filadelfia, a este terreno enorme en medio de la nada. A veces lo visitábamos, sí, pero yo llevaba bastante sin verlo.
Los chicos se bajaron de un salto del capó, levantando una nube de polvo a su paso. Mell descendió también y cerró la puerta de un portazo. La miré alzando una ceja. Ella me respondió encogiéndose de hombros, como si no fuera para tanto.
Clásico de Mell. Siempre ha sido de esas personas que no se complican por lo que los demás piensen.
Creo que eso fue lo primero que me cayó bien de ella, allá cuando nos conocimos de niños. Después se sumó Aimy, y más tarde, dos años después, apareció Apio.
Desde entonces, no nos hemos soltado.
Éramos ese tipo de grupo: desordenado, leal, ruidoso, imperfecto. Pero firme.
—Si mi papá te viera hacer eso, no te dejaría subir a la camioneta nunca más —le dije en tono de broma, aunque, en realidad, no estaba mintiendo del todo.
Papá era bastante quisquilloso con esta camioneta. Era vieja, sí, un modelo casi arqueológico, pero le tenía un cariño enorme porque fue el primer auto que se compró. Solo me la prestaba porque hasta ahora se la había devuelto sin un rasguño.
—Menos mal que no está aquí —respondió Mell, con una sonrisa descarada y las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta de cuero.
Negué con la cabeza, sonriendo.
—Yo me encargaré de hacérselo saber —añadió Aimy, medio canturreando la amenaza. Apio volteó a mirar a Mell con expresión de alarma, como esperando su reacción.
—Atrévete, y ya veremos cómo te va —respondió Mell, sin siquiera levantar la voz, pero con ese tono que bastaba para dejarlo claro.
—Siendo tú, Aimy, me lo pensaría dos veces —añadí, echando más leña al fuego solo por diversión.
Aimy resopló, tratando de hacerse el valiente, pero todos sabíamos que Mell no era de las que se quedaban calladas ni se achicaban. Si hacía falta, te daba un golpe sin perder la calma.
En ese momento, otro auto se estacionó junto a la camioneta. Era más pequeño, negro. Gloria bajó con su estilo tan característico: pasos cortos pero rápidos y decididos, como si el suelo mismo le marcara el ritmo.
La había invitado a participar en esta idea loca, si quería. No tardó ni un segundo en decir que sí. Eso sí, había tenido que venir por su cuenta porque —según ella— tenía unos asuntos pendientes que resolver antes.
—Voy a admitir que tu idea es un poco descabellada, pero hermosa —dijo mientras barría con la mirada las hectáreas que teníamos por delante—. Así que, solo por eso, voy a aceptar.