Distimia

CAPÍTULO VEINTIDÓS.

Unos días después de que el señor Rick nos diera su permiso, llegó al fin el día en que comenzaría este proyecto.

El comienzo de algo que llevaba soñando desde hacía meses.

Con el dinero que había logrado reunir, compré algunas herramientas básicas. Las que faltaban, nos las prestó el señor Rick. Le agradecí de corazón. Ya había hecho demasiado por nosotros, y aun así seguía dando más.

Por suerte, el terreno no estaba del todo descuidado. Sin embargo, quitar la maleza, las piedras y las raíces fue una labor más ardua de lo que habíamos previsto, sobre todo para nosotros, que jamás habíamos trabajado la tierra. Yo tenía una idea general, pero los chicos, ellos no sabían ni por dónde empezar. Aun así, estaban allí. Dándolo todo conmigo.

Eso era algo que no dejaba de agradecer. Que hubieran decidido ayudarme, sin importar si sabían cómo o no. Sin importar si querían o no. Si se hubiesen negado desde el principio, no me habría molestado. Pero se presentaron. Eso lo decía todo.

También habíamos conseguido las flores. Ciento ochenta en total. Yo solo pude pagar noventa con lo que tenía ahorrado, pero el señor Rick —que conocía a la gente adecuada— consiguió las otras noventa. No me lo esperaba. Ya me había ofrecido el terreno. ¿Cómo se agradece algo así?

—Espero que pronto me la presentes —me dijo, con una sonrisa apacible—. Y que el día de la gran sorpresa no te olvides de invitarme.

Eso fue todo lo que pidió a cambio.

Aquel día el aire olía a campo abierto, a tierra húmeda por la última lluvia. A comienzos. A promesas sin palabras. Sin necesidad de hablar demasiado, todos nos arremangamos y nos pusimos manos a la obra.

Pasamos casi cuatro horas arrancando maleza, levantando piedras, cortando raíces. Terminamos extenuados. El clima, al menos, nos fue propicio. El cielo nublado nos protegió del sol, y cuando todo acabó, entre risas y tierra bajo las uñas, preparamos limonadas con lo que teníamos a mano. Las compartimos con algunas galletas, sentados en el suelo, antes de regresar a casa.

Al día siguiente, nos tocaba marcar los hoyos.

Llegamos temprano, con palas, palines y una vara marcada con tiza para asegurarnos de no equivocarnos con la profundidad. Nos movíamos en silencio, como si el terreno nos pidiera respeto. Marcábamos líneas invisibles sobre la tierra, líneas que pronto estarían llenas de vida.

Desde el porche, el señor Rick nos observaba con su taza azul entre las manos. Ese azul claro que se parecía al cielo en verano. La misma taza que sostenía el primer día que nos recibió. Probablemente su favorita, como el viejo sofá descolorido donde siempre se sentaba.

—Veinte centímetros, no más —dije, luego de revisar por quinta vez una guía vieja de jardinería que había encontrado.

—¿Estás seguro? —preguntó Mell.

Asentí sin dudar. Más que seguro.

Era un trabajo lento. La tierra no siempre se dejaba domar. A veces emergían piedras grandes que nos obligaban a retroceder y empezar de nuevo.

—Parece que estamos excavando tumbas —murmuró Aimy, limpiándose el sudor con el antebrazo.

Estallamos en carcajadas.

—Si sigues hablando y no haces tu parte, voy a cavar la tuya propia —le dijo Mell, señalándolo con un palo.

Aimy dio un paso atrás, teatral.

—Creo que deberíamos descansar. El sol nos está volviendo locos —opinó Gloria.

Aimy estuvo muy de acuerdo con ella.

Yo no dije nada. Permanecí arrodillado frente a un hoyo a medio terminar. Sentía la tierra suelta entre los dedos, y el pecho algo apretado.

Pensaba en todo. En lo que estábamos construyendo. En lo que vendría. Cada hueco en la tierra era como abrir una posibilidad. Una promesa. Una espera. Pensaba en ella. En su sonrisa, en su rostro, en el sonido de su voz y su aroma: a romero con lavanda.

¿Dónde estaría ahora? ¿Pensaría también en mí? Seguro que sí. Eso me hizo sonreír.

Algunos hoyos los hacíamos entre dos. Uno cavaba, el otro retiraba la tierra con las manos. Las uñas se teñían de negro, los hombros dolían, los brazos ardían. Pero nadie se quejaba.

El señor Rick seguía observándonos desde el porche. No decía nada. Como si no quisiera romper el ritmo que habíamos logrado. En un momento, bajó los escalones sin previo aviso. Se acercó a uno de los hoyos, se agachó en silencio, tomó una pala y comenzó a cavar con nosotros.

Todos lo miramos, atónitos.

Estuve a punto de decirle que no hacía falta, que ya había hecho más que suficiente. Pero él simplemente levantó la vista, nos lanzó una mirada breve y dijo:

—Hay tierra que solo se ablanda con manos expertas.

Y seguimos cavando. Al tercer día, por fin llegó el momento de sembrar. El campo se había transformado en un tablero silencioso, con huecos ordenados que parecían bocas abiertas, ansiosas por acoger la vida.

Los muchachos se acercaron a las cajas donde reposaban las peonías en maceta. Algunas eran pequeñas y tímidas; otras mostraban un porte más firme, más resuelto.

Tomé la primera entre las manos con un cuidado que rozaba la devoción. La extraje con delicadeza, procurando que el cepellón de raíces permaneciera intacto, y la deposité en el primer hoyo como si fuese una reliquia sagrada. Cubrí la base con tierra tibia, apenas apretándola.



#12173 en Novela romántica

En el texto hay: romance

Editado: 22.09.2025

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