Distimia

CAPITULO VEINTITRÉS.

¿Cuál fue el deseo que pedí el año pasado al soplar la vela en mi cumpleaños?

Ah, sí.

Mi deseo estaba justo frente a mí. Riendo, corriendo, amándome. Y yo amándolo, aunque todavía no se lo había hecho saber. Pero no faltaba mucho para eso, o al menos eso quería creer.

Había pasado días enteros, noches en vela, imaginando cómo decírselo.

Si durante la cena de los domingos, entre charlas sencillas y miradas furtivas. O quizás mientras compartíamos un café en la cafetería de la escuela, donde el murmullo del mundo se apagaba un poco. Tal vez en uno de esos paseos tomados de la mano en el parque, cuando el aire nos envolvía como un viejo cómplice, o en esas entradas a escondidas por la ventana en la madrugada, cuando todo parecía posible.

Pero nunca lo había hecho. Siempre algo me detenía.

¿Vergüenza? ¿Timidez?

Cada vez que lo intentaba, las palabras se me quedaban atoradas en la garganta, y Solian terminaba yéndose a casa sin que yo lograra confesar lo que sentía por completo.

No es que él me lo exigiera. De hecho, no me lo había vuelto a decir desde el día de la audición. Y, ya que lo pienso, qué dicha la mía al recordar que pasé aquella prueba.

Ese día no cabía de la emoción. Lloré de felicidad, sin pudor alguno, y pasé la noche entera acariciando las teclas de mi piano, como si pudiera tatuar en ellas todo lo que sentía. Al día siguiente dormí profundo, como solo se duerme después de alcanzar un sueño.

—¿A dónde vamos esta vez? —pregunté, sonriendo, mientras sentía cómo Solian me ayudaba a subir a la camioneta, cuidando que las solapas delicadas de mi vestido no se enredaran en el camino.

Me había dicho que era de un rosa pálido, de esos que parecen robados al crepúsculo, largo hasta un poco más abajo de las rodillas, sin mangas, siempre ajustado a la cintura. También me había dicho que me veía como la luna: inalcanzable. Y que para él, era un sueño tenerme tan cerca. ¡Qué tonto! Y al mismo tiempo, qué hermoso.

—Vamos a un lugar en el que ya hemos estado antes, solo que esta vez está un poco distinto.

Fruncí el ceño, intrigada, pero eso no detuvo el rugido del motor cuando puso la camioneta en marcha. El viaje duró casi una hora.

Al detenerse, el lugar olía a aire fresco. La brisa era distinta, más libre, más viva. Y el aroma de la tierra se mezclaba con el de las flores, en una sinfonía invisible.

—¿Estamos en Longwood Gardens? —pregunté, aunque algo en esa brisa, más fuerte y abierta, me recordaba a otro lugar—. Estamos en Rosebrook.

—Qué inteligente eres —rió él, halagándome con ese tono que siempre lograba desarmarme—. Sí, aquí estamos. Pero ya no se llama así.

Solian entrelazó su brazo con el mío, y avanzamos juntos, paso a paso, como si no hubiera prisa alguna.

Estaba nerviosa, y no solo por su presencia. A él ya lo conocía bien, y eso era precisamente lo que me hacía estar así: porque sabía que cuando Solian se esforzaba tanto, era porque algo grande, algo emotivo, se avecinaba.

—¿Y cómo se llama ahora?

Nos detuvimos después de unos veinte pasos. Solian no respondió de inmediato. Lo único que escuchaba era su respiración, un poco agitada por la emoción, el viento fresco y el susurro de las hojas danzando sobre nuestras cabezas.

Desenredó nuestros brazos y, con esa misma mano, tomó la mía. La guió hacia abajo con una delicadeza que me hizo contener el aliento. Hasta que mis dedos rozaron algo increíblemente suave.

Eran pétalos.

—El Jardín de las Peonias —susurró, su voz parecía perderse entre el murmullo de la brisa.

Pétalos de una peonia.

La última vez que habíamos estado aquí no recuerdo haber sentido el olor de flores. Quizás porque no habíamos llegado tan lejos, o porque simplemente no estaban… aún.

—¿Por eso olías a tierra? ¿Tú las sembraste? —pregunté sin aliento, con el corazón tan desbordado que parecía no caber en mi pecho.

Era demasiado. Ahora todo encajaba: incluso las veces que Gloria había llegado oliendo igual.

—Empecé el año pasado, justo unos días después de tu cumpleaños, para que florecieran ahora, un año después. No fue fácil, pero no me importó. Esto es para ti. Por ti. Este jardín eres tú, Peonia. Todo esto que siento, que sentimos.

Aunque no podía verlo, me giré sobre mí misma, como si pudiera. Como si mis ojos pudieran abarcar todo ese campo lleno de flores, abriéndose, floreciendo bajo un mismo cielo.

—¿Hay muchas? —pregunté, en un susurro que parecía temer romper el encanto.

—Ciento ochenta. Por tus dieciocho años. Ellas también están celebrando tu existencia, Peonia.

¿Qué podía decir frente a eso? ¿Gracias? No, no bastaba. Ninguna palabra podría abarcar lo que estaba sintiendo.

—Yo, yo… —Dios mío, si mi corazón seguía latiendo así, iba a morirme. Morirme de amor—Te amo.

Sí. Este era el momento. Por fin entendía por qué las otras veces no había podido decirlo. Ahora todo tenía sentido.

Solian casi se atragantó con su propia respiración. Eso me hizo sonreír.



#11082 en Novela romántica

En el texto hay: romance juvenil, drama

Editado: 30.08.2025

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