Distimia

CAPÍTULO VEINTICUATRO.

Algo que me agradaba, que me complacía en gran manera, era la forma tan sencilla y al mismo tiempo tan honesta en que Solian cumplía sus promesas.

Así, tal como nos habíamos prometido aquel diez de mayo —el segundo cumpleaños que pasé a su lado— veníamos a despedir, uno por uno, los atardeceres que nos quedaban por compartir, antes de que las universidades nos separasen y él tuviera que marcharse un poco lejos.

Una de esas tardes, en medio del campo de peonias —que para gozo de todos aún seguían floreciendo—, Solian y yo estábamos sentados sobre unas mantas que el señor Rick, siempre tan bondadoso, nos había prestado.

Aquel hombre, de sonrisa franca y bigote blanco, nos recibía cada día con café caliente y algunos panecillos. El mismo café que él solía beber en su inseparable taza azul.

Hoy, el café parecía más delicioso que ayer, y el sol, más cálido, a pesar de que el otoño ya comenzaba a insinuarse en el aire. Las flores, a nuestro alrededor, parecían inclinarse al viento como si quisieran escucharnos.

Una pregunta cruzó tímidamente mi mente. Dudé en formularla. Solian me hablaba de sus padres, no quise interrumpirlo. Pero luego de un rato, él guardó silencio.

Sentí su mirada recorrer mi rostro, como si quisiera grabarlo en su memoria. Carraspeé la garganta y me incorporé un poco, acercándome más a él.

—El otro día me topé con una frase —comencé, con voz baja, casi sin atreverme—. Decía que los ojos son la ventana del alma. —Titubeé, avergonzada de lo que estaba por preguntar, entonces, para darme valor, alcé un poco más la voz—. ¿Tú… tú puedes ver algo en los míos?

La pregunta me parecía torpe, sabiendo que mis ojos, privados ya de vida, debían de ser blancos como la leche, sin brillo, sin fondo.

—Sí —respondió él, con la mayor naturalidad—. Por supuesto que sí.

Sonreí, enternecida, sintiendo cómo la emoción se me desbordaba.

—¿Y qué ves?

Él tardó un segundo está vez en responder. O tal vez no. Tal vez fui yo quien quiso alargar ese instante, para guardar en él el calor de sus palabras.

—Puedo ver, Peonia, que te amo. Porque en el reflejo de tus ojos puedo ver los míos. Y los míos gritan, sin pudor alguno, que estoy completamente enamorado de ti.

Dios mío, reí a carcajadas con tal intensidad que mi corazón, aún palpitante, no encontró sosiego ni al caer el ocaso, ni al recoger las mantas esparcidas en el suelo, ni siquiera cuando el motor de la camioneta rugió anunciando nuestro regreso a casa.

Los días más temidos habían llegado, lo confieso, y lo hicieron con un apremio inevitable. Las horas transcurrían fugaces, como si una sombra las persiguiera, impidiéndoles siquiera mirar atrás. Se escurrían entre los dedos como fina arena.

En más de una ocasión deseé con todo mi ser tener el poder de detener el tiempo, retener esos minutos que compartía con él, para seguir respirando el mismo aire, inhalar sus aromas, besar los mismos labios, acariciar la misma piel.

Solian debía partir hacia Massachusetts. Lo acompañamos hasta su dormitorio en la residencia, un lugar que me pareció demasiado frío y ajeno para un corazón tan cálido como el suyo.

Con la maleta en mano, las lágrimas contenidas en sus ojos, lo abracé largo rato, sintiendo cómo sus dedos se aferraban a los míos, como si aquello pudiera impedir que el instante terminara.

Sobre su mesita de noche dejé mi regalo: un altavoz con forma de robot, acompañado de una nota simple. Lo había elegido pensando en que el silencio de la distancia no nos venciera. En aquel pequeño dispositivo había grabado mis pensamientos, mis deseos, mis palabras de amor. Lo programé para que lo acompañara al amanecer y al anochecer, como si yo misma pudiera estar a su lado.

Cuando el eco de nuestros pasos llenó el pasillo al alejarnos, el vacío en el pecho se hizo casi insoportable. Me volví apenas un segundo.

Él ya no estaría en todas partes. Ya no habría madrugadas para saltar ventanas ni susurros en la penumbra. Me esforzaba por no ahondar más en esos pensamientos, pues sabía que si lo hiciera, saltaría del auto y correría de regreso a sus brazos.

Era solo algo temporal; podíamos superar aquello.

Los chicos y yo habíamos comenzado también a estudiar. Ya no disponíamos de tanto tiempo como antes, pero tratábamos de encontrarnos cuando el reloj nos concedía un respiro. Sin embargo, eso se reducía a apenas una vez por semana.

Mi talento innato, como solía llamarlo uno de mis profesores, era aplaudido no solo por él, sino por casi todo el instituto.

Mis padres se sentían orgullosos de mí, mis amigos celebraban mis logros, el amor de mi vida se sentía orgulloso de mí… y yo, por primera vez, también me sentía orgullosa de mí misma.

Fue en una de esas tardes de estudio cuando una grata sorpresa iluminó mi corazón. Solian había venido a pasar el fin de semana. Como era de esperarse, todos nos dirigimos hacia El Jardín de las Peonias.

Disfrutamos de un pícnic improvisado, a pesar del frío que se colaba entre los árboles. Mientras comíamos y bebíamos, Solian nos relataba cómo habían transcurrido sus días en Massachusetts. Los comentarios irreverentes de Aimy, la sequedad habitual de Mell, Apio siguiendo el juego a Aimy, y la risa escandalosa de Gloria hicieron que me sintiera como si el tiempo hubiera retrocedido a aquellos días en la cafetería del instituto.



#11501 en Novela romántica

En el texto hay: romance juvenil, drama

Editado: 11.09.2025

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