Distimia

CAPÍTULO VEINTICINCO.

El tiempo seguía su curso sin esperar a nadie. En ese tren imparable, la Navidad había llegado envuelta en regalos, fiestas y buenas nuevas. Así mismo, también se había marchado, cediendo el paso al año nuevo.

El amor entre Solian y yo había crecido tanto que la distancia no resultó tan ardua como habíamos imaginado. Nuestro amor, obstinado y luminoso, parecía romper fronteras. A veces, cuando el teléfono sonaba con su voz, sentía que su risa bastaba para devolverme la calma, aun a kilómetros de distancia.

Pero una mañana aparté las sábanas con brusquedad, la piel fría por la corriente que se colaba bajo la puerta, corrí, algo desorientada, hacia el baño, donde vacié el contenido de mi estómago hasta no dejar nada salvo la bilis.

El azulejo estaba helado bajo mis dedos. Sentada junto al váter, tanteé las baldosas para orientarme, respiré acompasadamente una y otra vez, buscando calmarme. Era la tercera vez en la semana que sucedía, acompañada de esos dolores de cabeza que llegaban después, intensos, persistentes, con un zumbido sordo que parecía trepar por mi nuca.

No había querido decir nada a mis padres. No quería inquietarlos. Sin embargo, los recuerdos me golpeaban con fuerza, tambaleándome: los recuerdos de hace nueve años, cuando recibí aquel diagnóstico que me partió la vida en dos: glioma maligno del nervio óptico, la sentencia que me dejó ciega para siempre.

Los mismos síntomas, idénticos, me acechaban ahora.

Negarlo sería mentir: estaba asustada. Una parte de mí deseaba gritar; otra, en un impulso desesperado, suplicaba que fuera solo un mal sueño. Si estos signos significaban lo que temía, entonces…

Dos golpes discretos sonaron en la puerta.

—¿Peonia? ¿Estás ahí?

La voz de Gloria atravesó la madera. Me levanté con nerviosismo, limpiándome con torpeza en el lavamanos, bajando la tapa del inodoro para borrar cualquier rastro. El aire olía a cloro y a un leve perfume de lavanda que me resultó de pronto insoportable.

—Sí, salgo en un momento.

Minutos después aparecí fingiendo tranquilidad.

—Vine a buscarte para salir a correr —propuso—si te apetece.

Hace unos meses, Gloria y yo nos habíamos puesto de acuerdo para salir a darle la vuelta a la manzana algunas veces a la semana.

Hoy era uno de esos días.

—Sí, solo me cambio y vamos.

El cabello, húmedo de sudor, se pegaba a mi espalda, igual que la ropa. El aire frío del amanecer se enredaba en mi garganta. Gloria y yo llevábamos unos diez minutos trotando por el vecindario. Su voz me guiaba, aunque no era la primera vez que recorríamos aquel camino; lo conocía de memoria, pero no estaba solo.

Mientras el ritmo de nuestros pasos llenaba el aire, no podía apartar de mi mente los nuevos síntomas que me asediaban desde hacía una semana.

¿En serio era aquello que temía? Si la ceguera ya me había arrebatado la vista, ¿qué más podía quitarme ahora? Un silencio feroz me atravesó: mi cuerpo, otra vez traicionándome.

—¿Estás bien? Te noto distraída, distante —preguntó Gloria, deteniéndose para recuperar el aliento.

La imité y, en ese instante, un mareo me venció. Perdí la concentración, cayendo hacia delante, logrando apenas frenar el golpe con las manos. El suelo olía a tierra húmeda y hierro.

—¡Peonia! ¿Te encuentras bien? ¿Qué ha pasado? —su voz era puro sobresalto.

Negué con la cabeza, el temblor en la voz apenas un susurro.

—Creo que no estoy bien, Gloria… creo que volvió.

Ella me sostuvo de los hombros, alarmada.

—¿Quién volvió? ¿De qué hablas?

Con su ayuda logré incorporarme, tomar una bocanada de aire que me supo a metal.

—El tumor.

Gloria ahogó un grito.

—¿Estás segura? Tal vez te equivocas… quizá falten vitaminas… —continuó, encadenando explicaciones apresuradas.

Pero yo lo sabía. Un terror helado me recorría: los síntomas eran los mismos.

—No te atormentes, quizá… —intentó de nuevo.

—Yo también he querido ser positiva —la interrumpí—pero son los mismos.

—¿Se lo has dicho a tus padres? —Guardé silencio. —No puedo creer que seas tan irresponsable con algo tan grave, Peonia. Ahora mismo iremos a contárselo.

Me tomó del brazo, caminamos despacio, yo apoyándome en su fuerza, el cuerpo descompensado. En el fondo, no quería saber la verdad. Por eso callaba. Sabía que, de hablar, correríamos al hospital en busca de respuestas que temía escuchar.

Al llegar, apenas toqué el sofá cuando mi cuerpo cedió, volviendo a vomitar.

—¡Peonia, cariño! —mamá fue la primera en acercarse, tomándome de los hombros para evitar que cayera de bruces.

Papá llegó enseguida. Gloria, histérica, les contó lo sucedido.

Mis padres enloquecieron. Papá me alzó en brazos y nos llevó directamente al hospital. La voz desesperada de mamá y de Gloria me envolvía, pero no me aliviaba. Las náuseas persistían, el dolor frontal se intensificaba y el movimiento del auto lo hacía peor.



#11875 en Novela romántica

En el texto hay: romance

Editado: 22.09.2025

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