Pase mis manos por mi cabello, peinándolo hacia atrás. En el recorrido, mechones quedaron enredados entre mis dedos. La suavidad del cabello, cada hebra que se desprendía, me recordaba lo efímera que era mi fuerza, cómo incluso lo más simple se escurría de mis manos.
La quimioterapia estaba haciendo estragos en mi cuerpo en tan solo seis meses. Sin embargo, el proceso seguía siendo lento. El tumor continuaba creciendo; la quimio lograba únicamente ralentizar lo que parecía inevitable. Mis días se sentían como un hilo suspendido en el vacío, donde cada pequeño alivio era apenas un respiro prestado. No se veían logros significativos.
Solian había pospuesto la universidad por un año. Le había rogado que no lo hiciera; él solo hizo caso omiso a mis súplicas. Según él, no era mucho tiempo y pronto me curaría. Yo no me sentía tan optimista. Me sentía culpable, como si mi existencia fuera un obstáculo que detuviera sus sueños, su vida. Eran cosas que no había comunicado abiertamente, pero mi paciencia se estaba agotando.
Había ciertos días, motivada por el tumor y los cambios en mi estado de ánimo, en que explotaba con personas que no tenían culpa de nada. Por ello trataba de controlarme lo más posible. Ese día, no era uno de ellos.
—Creo que deberías volver a la universidad. No me parece justo que detengas tu vida solo por mí. Puedes hacerlo; créeme que jamás te lo reprocharía. Podemos seguir haciendo lo de antes. Solo vernos los fines de semana y…
Estábamos sentados en el sofá. Las ventanas abiertas dejaban entrar un aire frío, húmedo que olía a tierra mojada y hojas caídas.
Me revolvía las náuseas.
—Creo que no estás dimensionando la gravedad de tu situación, Peonia —dijo Solian, la brisa que lo acompañaba traía su olor a tierra y a madera húmeda hasta mí—. No, no volveré a la universidad hasta que te hayas recuperado.
No pude evitar soltar una risa amarga, cargada de ironía y miedo.
—¿Y si no me recupero? ¿Sabes lo que eso significa? ¿Dejarás entonces tu vida de lado? Es una tontería.
—No, no lo es. Odio cuando hablas de esa manera. Y sí, vas a recuperarte.
Negué con la cabeza, sintiendo cómo mi pecho se comprimía. Quería creerle, aunque cada fibra de mi cuerpo gritara lo contrario.
—¡Yo odio que dejes tus sueños de lado por mí! ¡Es tan injusto!
Solian se levantó del sofá de un movimiento brusco, que lo hizo retroceder ligeramente.
—¡Mi sueño eres tú, Peonia! ¿No lo entiendes? Mi vida se resume a ti. ¿Si no estás, entonces qué importa lo demás?
Guardé silencio, con la respiración agitada. Mis ojos se cristalizaron, un nudo en la garganta me impedía hablar. Quise levantarme e irme a mi habitación. Últimamente, solo quería esconderme del mundo, como si la luz del sol me quemara por dentro.
Mis días en la escuela de música no habían terminado. Solo se habían cambiado algunas clases para que no chocaran con mis citas médicas y de quimio. Yo había ofrecido dejarlas también; todos se negaron. Nadie lo decía en voz alta, pero sabía que hacían todo eso por si, un día, mi muerte llegara antes de lo esperado.
No me aterraba pensar en ello, en morir. Lo que más miedo me daba era no poder pasar más tiempo con Solian, con mi familia y amigos, pero sobre todo con él.
Aunque ese día llegara pronto, sabía que él tendría que seguir su vida sin mí. Aunque sonara egoísta, no quería imaginarlo con alguien más. Pensar en todo lo que podríamos tener y que él lo hiciera con otra persona… me llenaba de un peso insoportable. Pero lo que sí deseaba era su felicidad por encima de todo, así que dejaba ese pensamiento a un lado.
Mi amiga Gloria, sin embargo, no dejaba de venir ni un solo día. Siempre que salía de clases, corría hacia la casa. Nos sentábamos en nuestro lugar de siempre, a veces lo hacía sola; otras, venían los chicos.
Esas visitas, los cumpleaños, las salidas al parque en las tardes, al Jardín de las Peonias… todo se había tornado pesado, teñido de tristeza. Lo sentía cuando mi mejor amiga me abrazaba y no quería soltarme, cuando Aimy dejaba de hacerme bromas.
—No puedo imaginar una vida en donde venga a esta casa y no te encuentre —dijo de repente.
Incliné mi rostro hacia su voz. La brisa era ligera, rozando mi piel, nuestras manos estaban unidas. No supe qué decir. Yo tampoco podía imaginar una vida sin ella. Era la primera vez que Gloria hablaba del tumor desde ese ángulo. Me dolió y me reconfortó a la vez.
—Yo tampoco me imagino una vida sin ti, pero no te preocupes, siempre estaremos juntas, Gloria. Siempre.
La hamaca tembló. Un sonido ahogado. Supe que estaba llorando.
—¿Me lo prometes? —tomé sus manos con más fuerza.
—Por supuesto que sí. Yo te veré caminando al altar y tú a mí. Graduándonos. Teniendo nuestros hijos. Estaremos juntas en todas esas etapas —Gloria seguía llorando—. Por favor, no te pongas así.
Extendí mi mano buscando su rostro. Con cuidado, sequé sus mejillas. Ese día, Gloria tampoco dejó de abrazarme; de hecho, se quedó a dormir.
Mis padres tampoco actuaban diferentes. Sabía que mamá lloraba a diario. Podía escuchar sus sollozos por las noches, resonando en los rincones silenciosos de mi habitación. Pero, por alguna razón, papá había dejado de ser sobreprotector; había ido soltando la cuerda poco a poco.