—Quiero que nos vayamos de viaje.
Fruncí el ceño.
—¿A dónde?
Solian me tomó de las manos. La tierra del Jardín de las Peonias se colaba entre los dedos de mis pies y el aroma de las flores llenaba todo el ambiente, quedándose pegado a nuestras ropas.
Sentí un escalofrío al recordar que cada segundo de bienestar podía ser efímero. Estos días me había estado sintiendo un poco mejor; las náuseas habían dejado de ser tan frecuentes, aunque los dolores de cabeza y los efectos secundarios de las quimios permanecían, recordándome que mi cuerpo ya no me pertenecía del todo.
—A donde quieras. Tenía pensado cumplir la promesa que te hice hace tiempo cuando nos graduáramos, pero creo que ya es el momento.
Sonreí; luego lo besé, por último, acaricié su rostro con vehemencia. El calor de su piel me parecía un refugio, un ancla contra la fragilidad que sentía.
—Podemos aprovechar las vacaciones que me dieron en la escuela de música. Solo por dos semanas.
Solian asintió emocionado.
—Más que perfecto. Salimos mañana temprano. ¿Te parece bien?
Asentí con entusiasmo, aunque una sombra de miedo se coló por mi pecho: ¿y si durante ese viaje algo cambiaba, si un mal síntoma aparecía y arruinaba lo que habíamos planeado?
La tarde se despedía, sentí el calor del sol descender por mi cuello y brazos, acariciando mi piel con dulzura. El señor Rick se había ido unos días de viaje por trabajo, dejando la casa a cuidado de Solian. Los chicos se habían ido hacía al menos una hora.
Hoy, en especial, me sentía de maravilla después de tanto tiempo, así que se me ocurrió una idea.
—Sería bonito pasar la noche aquí.
Solian guardó silencio sin apartar la mirada de mí. Comencé a ponerme nerviosa y a arrepentirme del comentario.
Él se aclaró la garganta antes de continuar.
—No me parece una mala idea, pero no quiero que mi suegro me mate y se arruinen mis planes de llevarte de viaje.
Me reí; él también lo hizo.
—Ya tenemos diecinueve años. No somos unos niños.
—Tus padres no creo que piensen lo mismo —resoplé, consciente de que tenía razón, pero deseando mantener mi independencia—. Pero, como a mí me importan más tus deseos, ya estoy llamando para avisarle a ellos y a los míos.
Sonreí mostrando todos los dientes, con el corazón acelerado. Mis manos sudaban; la emoción y el miedo a lo que podía pasar se mezclaban.
Para mi sorpresa, mis padres no se negaron; los de Solian, menos.
—Voy a buscar unas cosas en la casa y regreso, ¿está bien?
Asentí.
Solian no tardó mucho, trayendo consigo mantas y algo para cenar. Las horas pasaron rápidas, la noche llegó con suavidad. Estábamos acostados uno al lado del otro, tomados de las manos. Las suyas estaban calientes, como lo estaba mi corazón, que latía entre alegría y miedo.
—Hay muchas estrellas hermosas hoy —comentó él.
—Imagino que el cielo debe estar increíble.
—Supongo… yo te estoy mirando a ti.
Me reí con fuerza, aunque más por nerviosismo que por verdadera gracia.
—Qué tonto eres.
—Lo soy. Me volví un tonto desde que me golpeaste con el bastón aquella primera vez en la escuela.
Recordar eso hizo que mis mejillas se tiñeran de rojo. Entre la vergüenza y la alegría, sentí mi pecho apretarse.
—Me alegra haberte golpeado con ese bastón. De hecho, me alegra que haya sucedido ese accidente que nos llevó a aquel encuentro —un bastón que había quedado guardado para siempre en los cajones de mi habitación.
—No podría estar más de acuerdo, mi querida Peonia.
—Quiero que me prometas algo más —la idea rondaba insistentemente en mi cabeza.
—Por supuesto que sí.
—Prométeme que no me dejarás morir en un hospital.
Un silencio sepulcral llenó el aire. Pronunciar esas palabras me dolía en lo más profundo, pero debía hacerlo. No quería que mis últimos días transcurrieran en aquel frío e impersonal lugar.
—Peonia, no digas algo así… —intentó detenerme, pero su voz temblaba.
—Promételo —insistí, escuchando cómo tragaba grueso, conteniendo sus emociones.
—Te lo prometo —susurró finalmente, con un dejo de solemnidad que me caló hasta los huesos.
Solian se acercó más, uniendo nuestros labios y respiraciones. El beso se profundizó; sus labios bajaron, rozando mi oreja, luego más abajo, hasta el cuello. Sus manos tomaron mi cintura, las mías se dejaron caer en sus brazos.
Por instinto y placer, cerré los ojos. Sus toques fueron suaves, como si acariciara una de las peonias que descansaban en el campo, sentí cómo el tiempo parecía detenerse. En ese instante, ningún dolor, ningún mareo, ninguna náusea importaba. Solo éramos nosotros dos, y el amor nos envolvía.
Si aún me quedaba alguna duda sobre lo que era el amor sin fronteras, Solian me la disipó esa noche.