Recorrimos una parte del mundo juntos, el amor de mi vida y yo. No era un lujo que uno debiera perderse.
Esas fueron las dos semanas más perfectas de mi vida. No solo exploramos Filadelfia, sino también más allá de sus límites: playas, ríos, pequeñas cafeterías, atardeceres que parecían pintados para nosotros. Ojalá la vida fuera siempre así de hermosa, pero las responsabilidades nos esperaban al regresar.
Las clases habían comenzado de nuevo, las citas médicas no daban tregua. Apenas llegamos, comprobamos que todo seguía igual que cuando nos fuimos.
Mi doctor decía que los avances eran mínimos, aunque yo me sentía más cansada a cada día que pasaba. A veces, la confusión me alcanzaba: olvidaba lugares dentro de la casa, detalles de la escuela de música, incluso, un día, llegué a olvidar cómo me llamaba. El desasosiego me asaltaba al no recordar cómo tocar el piano. El miedo me penetraba hasta los huesos, aunque los médicos aseguraban que el tumor no había crecido demasiado en los últimos meses.
El año se acercaba a su fin y el sabático de Solian también. No habíamos vuelto a hablar del tema, yo, por mi parte, no quería enfrentarlo. Pero la realidad inevitablemente llegaría. También estaba el asunto de la quimioterapia, que parecía no tener fin. Mi cabello caía con rapidez; tuve que acostumbrarme a los gorros, a la idea de pelucas. Me habían ofrecido cortármelo todo, pero me aferraba a lo poco que quedaba de mí misma.
—La pieza que acababas de tocar está perfecta, ¿podrías repetirla, por favor? —la voz de mi profesor me llegó, pero mi cerebro apenas la procesaba.
Mis dedos se deslizaron sobre las teclas, pero nada surgió; ni el tono, ni la melodía, ni el Do mayor o menor. El terror me paralizó.
—¿Peonia? —la voz preocupada del profesor me devolvió a la realidad.
—Me siento un poco mal, ¿puedo retirarme, por favor?
—Sí, claro. Elly te acompañará a la salida mientras llamo a tus padres.
Agradecí al profesor y me dejé guiar por Elly. Mis manos temblaban, sudaban; las cerré en puños para disimular mi malestar. Al llegar a casa, subí a mi habitación y lloré toda la tarde.
Los días siguientes no fueron mejores.
Una mañana, mientras tomaba café con mamá, mis cuerdas vocales parecieron silenciarse; apenas pude articular palabra, y cuando lo hice, mis frases salieron lentas, sin fuerza. Mi madre me llevó de inmediato al doctor. Las malas noticias no tardaron: el tumor había crecido, prácticamente de un día para otro. Más medicamentos, más quimioterapia, más falsas esperanzas.
No me engañé a mí misma, pero tampoco rechacé las alternativas que me ofrecían. Sentía cómo los días se acortaban, cómo las horas pasaban volando.
La escuela de música me brindó todo su apoyo; se organizaron campañas y donaciones exitosas, no solo para mí, sino para otras personas en mi situación. Durante una de estas campañas, toqué el piano ante más de dos mil personas. Mi sueño se cumplió y mi corazón se hinchó de felicidad.
Entendí que los logros no dependen de la edad, de la condición física ni de los obstáculos que la vida imponga. Dependen del deseo, de la determinación, de aferrarse a la esperanza depositada por quienes nos aman, de sostener nuestras propias ilusiones.
Solian estuvo presente en todo, aplazando otro año más en la universidad. Volví a rogarle, pero no quiso escucharme. Creo que lo entendía. Sentía lo mismo que yo. Ese sentir de los días acortados nos hizo dejar el tema cerrado para siempre.
Cuando llegamos a los veinte años, decidimos los seis celebrar nuestros cumpleaños juntos, acordando una fecha donde las responsabilidades no interfirieran.
Los chicos ya no estaban solteros, pero sus relaciones no eran lo suficientemente serias como para presentarlas a sus familias. Aimy, sin embargo, parecía más enamorado que el resto, aunque no lo admitiera.
Como me encantaba molestarlo con ello.
—Deberías pedirle matrimonio —le sugerí en broma.
Pude imaginar su cara arrugada; me reí.
—No estoy tan loco. Aun somos demasiado jóvenes.
Estábamos sentados en medio del salón que habíamos alquilado para celebrar nuestros cumpleaños, mientras los demás reían y se divertían con el karaoke.
—Ya tenemos veinte, no dieciséis como cuando nos conocimos. Además, deberías darme el honor de ser tu madrina. No sé cuánto tiempo me quede y… —mi voz tembló ligeramente.
—No vuelvas a decir algo así, Peonia. —No era un reproche, pero sí había un matiz de tristeza en la voz de Aimy. Eso me hizo estremecer.
—Lo siento.
—Tú y Solian serán mis padrinos, con la condición de que yo sea el de ustedes.
—Está bien, pero la madrina no puede ser tu novia; no querría morir en manos de Gloria.
Aimy rio con suavidad.
—Ni yo.
Chocamos nuestros hombros en un gesto cómplice, luego nos unimos al karaoke, donde, sin duda, hacíamos un espectáculo más torpe que armonioso.
Mi cuerpo y mi voz ya no eran los de antes; aunque trataba de disimular, algunos lo notaban, sobre todo Gloria y Solian. Ellos insistieron en llevarme a casa antes de que el cansancio me venciera.