Por favor. Por favor. Por favor.
Nunca había sido un gran atleta; de hecho, mis mejores calificaciones no me las había dado mi profesor de educación física, pero esa tarde corrí como si mi vida dependiera de ello, porque así era. Cada respiración era un jadeo angustiado, cada paso un eco de miedo y desesperación en el vacío que se abría ante mí.
No sé a quién le estaba rogando, pero por favor, no dejes que se vaya, no me la quiten.
—¡Peonia! ¡Por favor, Peonia! —grité, con la garganta rasgada.
Con cuidado, la dejé sobre el asiento de la camioneta. Su brazo caía flojo hacia un lado, inerte. Mi corazón se retorcía como si alguien lo comprimiera sin compasión. Con un desespero sobrehumano, encendí el auto y salí de allí. Creo que Rick me preguntó algo, pero la verdad, era lo que menos me importaba.
El viaje al hospital se me hizo eterno. Cada semáforo, cada curva, cada luz roja parecía alargar los segundos de manera cruel. De reojo, volteaba a mirar a Peonia y la manera en que su brazo colgaba fuera del asiento me llenaba de terror.
Ella no estaba… Por supuesto que no.
Un pozo se abrió dentro de mi pecho al pensarlo. Cada latido dolía como una cuchilla.
Al llegar a la entrada del hospital, ni siquiera había estacionado bien cuando ya estaba sacando a Peonia, gritando pidiendo ayuda. Las enfermeras salieron a mi encuentro con una camilla, llevándosela hasta un punto donde ya no me permitieron entrar.
No me había dado cuenta de que estaba llorando hasta que me vi reflejado en las ventanas del pasillo. Los destellos de luz, los reflejos difusos, el olor a desinfectante penetrante… todo era borroso y perturbador. La certeza de que ya no estaba conmigo me golpeaba sin misericordia, y con ella, el miedo de haber fallado en mi última promesa.
Con las manos temblorosas, les avisé a los padres de Peonia, a los chicos y a Gloria. Ellos llegaron pronto, y el doctor también apareció para dar noticias. Sus comisuras se inclinaban hacia abajo, el resto de su rostro rígido, cejas fruncidas. Nada de ello auguraba algo bueno.
—Hicimos todo lo posible —comenzó—pero… ya no hay signos vitales.
La madre de Peonia dejó escapar un grito desgarrador, igual que Gloria. Los demás ahogaron exclamaciones. Yo simplemente no podía… pensar.
Ya no hay signos vitales.
No era posible. No era cierto.
—Déjeme verla. No es cierto, yo… —el doctor intentó interponerse— ¡Necesito verla! ¡Es mentira!
Nunca había sido un hombre agresivo, pero me estaba volviendo loco. No sentía mis extremidades, ni mi corazón.
—Joven, necesito que se calme. Se que es difícil, pero no podrán verla hasta dentro de unos minutos. También debo informarles que Peonia, de hecho, llegó sin signos vitales. Por la revisión que hicimos, pudo haber fallecido en el camino o unos minutos antes. Lo siento mucho.
Gloria estaba deshecha en el suelo. Los chicos intentaron acercarse a mí, lágrimas corriendo por sus mejillas, pero yo no podía. Mi futuro, mi vida, mi amor… desaparecidos en un instante.
El anillo seguía en el bolsillo de mi pantalón. Ni siquiera pude colocarlo en su mano. No podía ver más allá de mi propio dolor. Me estaba muriendo también.
Después de un tiempo, una enfermera nos avisó que ya podíamos entrar a verla. Corrí. Me detuve frente a la puerta, y allí estaba ella.
Su cabello restante caía opaco por los lados, nada parecido al granate que había visto por primera vez. Su piel era más pálida que nunca, sus brazos, como porcelana fría. Sus ojos, cerrados.
—¿Peonia? —no hubo respuesta— ¿Peonia? —susurré, con la voz quebrándose, con el corazón arrastrado por la desesperación.
Tomé su mano, pasándola por mi rostro, como ella solía hacer. Estaba fría, rígida.
—Peonia, estoy aquí —mi pecho temblaba— No me dejes, por favor. Tenemos una boda que planear, no te vayas.
No sabia si sentirme triste o feliz, por el hecho de que la promesa si fue cumplida. Peonia no murió aquí, murió en mis brazos.
Apreté su mano con fuerza, sintiendo cómo llegaban los demás. Pero no podía oír nada más que mis propios sollozos. Pegando mi oído a su pecho, no escuché latido alguno. La realidad me golpeaba con la crudeza del hielo.
No supe si fui yo quien gritó desconsolado. No supe cuánto tiempo permanecí allí. No sé qué pasó después. No sé qué pasaría después.
—¿Qué voy a hacer sin ti?
Dos días después, en el silencio tormentoso de mi habitación, no soporté un minuto más. Pasé frente a su casa, especialmente por la ventana de su habitación, pero seguí de largo. No habría nadie esperándome del otro lado.
Así que me dirigí a donde sí estaría ella.
El Jardín de las Peonias estaba iluminado por la luz de las estrellas, por faroles dispersos y una lámpara solitaria. Hoy sería su primera noche allí y no quería dejarla sola.
Con los audífonos puestos, caminé hacia ella. Come Back sonaba a todo volumen por los altavoces, apretando mi corazón hasta hacerlo casi irreconocible. Parecía un zombi, muerto en vida.