Cinco años después:
El verano en Filadelfia, como era de esperarse, sobrepasaba los treinta grados. El zumbido constante de los ventiladores no pasaba desapercibido al caminar por las urbanizaciones; algunos pocos contaban con el privilegio de tener aire acondicionado.
Muchas cosas no habían cambiado en la ciudad, pero los Hawskin ya no vivían en aquella casa de color crema, rodeada de plantas y flores. Se habían mudado a un lugar mucho más grande, de amplios ventanales y jardines prolijos.
Ese día, Solian Blackwood no detuvo su bicicleta amarilla frente a aquella casa. Sus pies siguieron pedaleando por más de una hora, sin detenerse mucho, solo para descansar lo necesario. La mochila en su espalda no pesaba demasiado: algunos cuadernos, golosinas, papeles arrugados y, entre ellos, una carta con el sello roto, desgastada por los bordes y el tiempo de uso.
Solian dejó la bicicleta no muy lejos de la entrada al Jardín de las Peonias. Eligió un lugar donde la sombra de un árbol suavizaba el calor de la tierra y tomó asiento. Su mirada se fijó en una lápida a la distancia. Leyó el nombre en voz baja, repitiéndolo una y otra vez en su mente, como si pronunciándolo pudiera traerla de regreso.
Al cabo de unos minutos, saludó a los Hawskin, extendiendo la mano. Ellos respondieron con sonrisas cálidas, mientras el señor Hawskin sostenía en brazos a uno de los gemelos, que parecía llorar. Solian sonrió, pensando que, si ella estuviera allí, le habría encantado conocerlos. También deseó profundamente abrazar al señor Rick, aunque hacía un año que este había decidido reencontrarse con su esposa, dejando el Jardín de las Peonias bajo el cuidado de los Hawskin y de él.
En el campo ya no había ciento ochenta flores, Solian se había encargado, junto a los Hawskin y a sus amigos, de plantar nuevas cada diez de mayo. Las hectáreas casi estaban repletas; el color estallaba por todas partes, aunque algunas peonias mostraban los bordes marchitos del tiempo.
En ese año, las buenas noticias no se hicieron esperar: no solo habían nacido los gemelos, sino que también llegaron las cartas de invitación a la boda de Gloria. La chica, que alguna vez había parecido una explosión de fuegos artificiales, ahora se había vuelto más sobria, aunque sin perder su sonrisa. Tras más de un año en luto por la pérdida de su mejor amiga, alguien había devuelto la luz a su vida.
Aimy también se había casado, siguiendo el consejo de Peonia; no tardó en pedir matrimonio a su chica. Lo único que lamentaba era no haber podido cumplir todas las promesas que le había hecho a su amiga. Apio aún no se había casado, pero sí había tenido su primer hijo: una niña hermosa, muy parecida a él. Mell, negándose a aceptar la vida adulta con tanta rapidez, se fue a recorrer el mundo en su motocicleta, cuyo rugido se escuchaba a distancia. Solian, en cambio, había culminado su carrera con éxito, pero no se mostraba dispuesto a iniciar una nueva relación.
Ese año, todos habían regresado. Solo faltaban tres días para esa fecha tan especial.
El chico de cabellos dorados metió la mano en su bolso, sacando la carta desgastada. La leyó por enésima vez, suspirando y dejando salir el aire con tranquilidad. No había superado la pérdida, para él era como si todo hubiera sucedido apenas la semana pasada. Sin embargo, reconocía que el trago ya no era tan amargo. Comprendió entonces lo que el señor Rick le había preguntado años atrás sobre la muerte de su esposa.
Algunos días, sin decirlo en voz alta, Solian pensaba que el señor Rick había tenido fortuna. Él deseaba lo mismo: poder ir a abrazar a Peonia, aunque fuera una vez más.
¿Qué podía hacer él con tanto amor? Aunque ese amor se había ido con ella, era tan grande que aún le quedaba más para darle. Las noches seguían siendo eternas, los atardeceres demasiado fugaces. Los libros ya no captaban su atención, y contemplaba la idea de partir a recorrer el mundo con Mell.
Filadelfia le recordaba todo lo que habían vivido. Filadelfia era ella, pensó.
El chico también sacó un anillo del bolsillo de sus pantalones. Había pensado en dejar que ella se lo llevara, pero por alguna razón no lo hizo. Antes de que el día se extinguiera, antes de terminar de sembrar las peonias que faltaban, antes de despedirse de los Hawskin… Solian depositó el anillo en la habitación que habían preparado para ella.
Allí, donde reposaban las cuarenta y cinco cartas y las cuarenta y seis peonias, marchitas y delicadas después de tantos años, cada una guardando un fragmento de su amor.
Solian Blackwood tomó su bolso, se subió a la parte trasera de la moto de Mell y emprendió un nuevo camino.
Solo volvería cada año, en una fecha especial, para dejarse envolver por el aroma de las flores y el eco de los recuerdos. Cada regreso era un ritual silencioso: un acto de amor perpetuo, un homenaje a la vida que había compartido con Peonia y a la eternidad que ella le había dejado en sus manos.