Los despertó el bullicio en la calle: los gritos de los niños, el pregón de los vendedores de frutas. A Bautista le partía la cabeza. Quiso incorporarse, pero la náusea lo invadió y prefirió quedarse acostado en la cama de la hostería. A su lado, Chamu dormía profundamente.
Cuando por fin pudo levantarse, Bautista se asomó a la ventana.
—¿Qué día es hoy? ¿Dónde estamos?— pensó.
El aire fresco de la mañana le dio en la cara, aliviándole un poco el malestar. También las ideas comenzaron a ordenarse: recordó que estaban en El Puesto. Pero... ¿y lo de la bruja? Todo se volvía borroso. La subida al pueblo, el monolito, el museo, la casa de la bruja, la aparición en medio de los arbustos floridos y el humo de los sahúmos... y la niña.
Chamu seguía durmiendo. Las mochilas estaban listas, al pie de la cama. Alguien llamó a la puerta.
—¿Pérez? Si quiere, el desayuno está servido...
—¿Don Melchor...? Sí... ¿y Virgilio?
Don Melchor frunció el ceño y no contestó. A Bautista no le sorprendió: era un hombre mayor, de pocas palabras.
Despertó a Chamu con esfuerzo. Lo zarandeó un poco, y como era de esperar, su amigo despertó con la misma náusea.
—Negro... ¿dónde estamos? Quiero vomitar...
Corrió al baño.
Cuando regresó, con el cabello húmedo y el rostro pálido, repitió la pregunta.
—En la cumbre... arriba. La viste.
—Sí. La vi.
—¿Cómo llegamos acá, Negro?
—Debió ser Virgilio.
—Te desplomaste... te vi. También Virgilio dijo algo.
—¿Qué dijo?
—Dijo: "Él sabe quién es..."
—Te desmayaste también.
—Sí... No recuerdo mucho. La niña esa...
Chamu se sujetó la cabeza. El dolor lo mantenía mareado, pensó el Negro.
—La niña... la silueta... tampoco la recuerdo.
Bautista estuvo un rato cuidando a su amigo, hasta que ambos se sintieron un poco mejor.
—¿Por qué tanto ruido?
De pie frente a la ventana, Bautista le respondió:
—No parece el mismo pueblo al que llegamos. Ni siquiera está el árbol de los sahúmos.
—¿Qué importa eso, amigo? Salgamos de aquí, revisemos las cámaras... ¿Llegué a sacar alguna foto? No lo recuerdo... Espero que sí, si no este viaje habrá sido al pedo.
Cargaron las mochilas y las cámaras. La idea era tomar aire en la plaza y revisar las tomas. Luego hablarían con Virgilio. Pero algo los detuvo: la estancia parecía distinta. No estaban las fotos antiguas, ni el recibidor era el mismo. Detrás del mueble, una señora a quien le preguntaron:
—Disculpe, ¿ha pasado Don Virgilio por acá?
—Ah, ¡los jóvenes de la cinco! ¿Tienen su llave para dejar ya? ¿Van a quedarse otro día más? ¿Por quién preguntan, joven? ¿Puede repetirme?
—Virgilio.
—No sé de quién habla, joven. Le preparamos el desayuno en la mesita de afuera.
Más confundidos salieron y se sentaron en la mesita. Afuera, todo era vida y movimiento: niños yendo al colegio, el vendedor de frutas, algunos vehículos destartalados circulando.
—No sé de dónde salió tanta gente, amigo... sigo mareado...— Chamu se sirvió jugo de manzana mientras miraba azorado este pueblo que no era el mismo al que llegaron.
—No tengo idea. ¿Quién es la mujer de la recepción?
—Por un momento, tengo ganas de salir de acá... este pueblo me asfixia...
Chamu estaba bastante afectado, con el estómago revuelto aún. Buscó con la mirada la camioneta. Estaba donde la dejaron, pero cubierta de polvo.
—No hay imágenes en esta cámara... solo las que sacamos de subida. Fijate en la tuya, Chamu.
El joven revisó la memoria de la cámara.
—Mierda...— se detuvo ante una, la última. Se la pasó al Negro para que viera.
Sentada sobre una roca, miraba estática los sahúmos arder. Era una joven, rodeada por un brillo que la foto captó como fuego a su alrededor. Su semblante era tranquilo y juvenil. Tenía el cabello recogido en un moño azul y vestía un uniforme de colegio religioso.
—No puede ser... he visto esa cara antes. Conozco a esa niña.
—Sos amigo de un fantasma, vos... Lo último que le faltaba a este viaje. Me quiero ir, Negro. Este lugar no es el mismo que ayer. Tengo la sensación de haber estado soñando... ¡Qué carajos con la camioneta! ¿Por qué está cubierta de polvo?
La habitual tranquilidad de Chamu hoy no estaba disponible. Bautista lo miraba ausente, mientras su amigo, pálido y devuelto, no podía ni dar un sorbo del jugo. Estaba pensando en la cara de la foto. ¿Dónde la había visto? Ese uniforme le era conocido... o tal vez el mareo y la confusión le hacían pensar algo que no era.
—Nadie conoce a Virgilio acá... ¿Cómo que no? ¿Qué fumamos, boludo?
—Tranquilizate, Chamu... Dora, tu amiga... ¿estará en el museo? Calmate, tomemos agua y revisemos la camioneta. ¿De dónde salió tanta gente, che?
Bautista miraba el ir y venir de la gente en sus quehaceres, el bullicio de la plaza. Si no estuviera viendo el monolito desde allí, ya hubiera pensado que no era el mismo pueblo.
Caminaron en silencio pero agitados hasta el museo, a tres cuadras de la plaza, justo al pie del cerro al que habían subido horas antes. La construcción derruida y vacía les quitó el aliento. Allí no había nada, solo una casa hecha pedazos, cubierta de escombros.
—¡No, boludo! Me estoy volviendo loco. Quiero irme de acá...
Chamu había cambiado, como el pueblo. Era el del equipo que tenía las cosas bajo control: las provisiones, los documentos, los permisos. El de los contactos y la seguridad. Todo eso ya no era.
Bautista, en cambio, se fue tranquilizando. Se sentaron en los escombros. En esa parte del pueblo había más silencio. No hablaron por mucho tiempo, hasta que Bauti rompió el silencio.
—Tampoco está el árbol de los sahúmos...— dijo, mirando el terreno vacío frente al museo.
—Quiero volver a subir... —sentenció Bautista, en tono serio, mirando la subida por donde horas antes ascendieron.
—Yo me quiero ir de acá...