Dividida 2 "el viaje"

Adioz

Adioz

Sentados en la mesa lustrosa del departamento de Pablo, con té con limón en la jarra de cristal y un plato dorado lleno de medialunas pequeñas, los jóvenes se reían. Como sucedía cada vez que se reunían, Silvina tomaba fotos y mostraba las que había recolectado en sus viajes.

—¿Cuándo viene Bautista del viaje con Corina? —preguntó Papiro, mirando la taza de té con limón para no mirar directamente a Silvina, que, como siempre, acomodaba el cabello de Pablo con ternura.

Sentía envidia. Envidia de esos dedos blancos de muñeca enredándose en Pablo, pero no tenía derecho a sentirse así. Nunca había hablado con ella, jamás confesó sus sentimientos con claridad. Así que no podía envidiar a Pablo ni exigirle al universo esas caricias. Además, ante todos ellos, eran amigos. De esos que ni la distancia ni los hechos despegaban jamás. Tenerla en su vida era suficiente para Papiro, que terminó el té con limón y revisó su reloj.

—Cari volvió hace una semana. Bautista se quedó en Catamarca, tiene un documental que terminar —respondió Silvina, que trabajaba con Bautista en algunos proyectos, y ese documental la entusiasmaba más que a nadie.

—¿Chamu es del equipo? —preguntó Pablo a su amiga, con tono preocupado.

—Siempre. El Chamu siempre pegado a tu hermano... —se rió y cruzó miradas con Papiro, que no pudo evitar sonrojarse.

"Esta mujer... siempre lo mismo, siempre igual..." —se quejó en sus pensamientos Papiro. Cada vez que volvía, tardaba días en acostumbrarse, en dejar de deslumbrarse con el aura que siempre rodeaba a Silvina. No le gustaba verse afectado por ella.

—¿Y vos, Papirito? —extendió su mano pequeña y apretó la mano morena mientras sonreía.

—Yo... acá, con Pablín...

—¡Acá con Pablín no, amiga! —interrumpió Pablo, estirando sus larguísimos brazos en el sillón—. ¡Papiro es el director de las fábricas y responsable de las franquicias! ¡Es un capo!

Rojo como un tomate ante el halago de su compañero, Papiro corrigió:

—Alguien tenía que trabajar en las fábricas mientras vos jugás al presidente...

Silvina se rió y asintió:

—Pienso lo mismo que vos, Papiro. Es noticia el bombón... y a veces no por la política.

—No puedo evitar que estos ojitos de cielo las enamoren a todas... es inevitable —la sonrisa picada del joven cambió el foco de la conversación. A Pablo no le gustaba que discutieran sus decisiones, y esta —la de correrse de su carrera de empresario para ocupar un rol político— era la que quería ahora.

Sabía que si el barro lo salpicaba, podía limpiarse. Tenía valores fuertes y una familia. No le molestaba que le bajaran el precio hablando de sus relaciones. Le bastaba con que el barrio lo conociera. No se tomaba muy en serio estar en un ranking de solteros codiciados, ni que las revistas comentaran los trajes que elegía o su aspecto juvenil a pesar de la edad.

Pablo siempre parecía estar buscando algo, eso le parecía a Papiro. Cuando lograba algo de estabilidad, Pablo buscaba algo diametralmente opuesto que hacer. Así era también en sus relaciones. Nada le alcanzaba, todo era insuficiente. Siempre estaba buscando.

Lo cierto es que Papiro entendía todas sus conductas durante estos años. La única que cuestionó fue la de dejar las fábricas y el negocio para ponerse a pelear con políticos y funcionarios. La idea lo horrorizó cuando Pablo se la transmitió. No porque no pudiera él solo mantener el negocio funcionando, sino por las consecuencias que imaginaba para su amigo: eran catastróficas.

—Sos un boludo, Pablín —rió apenas Papiro y se estiró también—. Me voy para el centro...

—¿Me alcanzás a casa, Papiro? —Silvina se puso la campera de jean y acomodó sus rulos detrás de la oreja.

Tenía que pedírmelo a mí... pensó Papiro, carraspeando. Obvio que le indicó que sí. Los tres salieron del departamento lujoso. Silvina se prendió del brazo de Papiro.

—Che, Papiro... ¿qué te dije hace veinte años en la plaza? Mi prima y Silvi están fuera de juego para vos...

—Pablo, seguís siendo el mismo boludo de siempre... no sos el dueño ni el protector de nosotras tres, ya te lo dije —se rió Silvina, divertida con la incomodidad de Papiro.

Pablo, en cambio, se oscureció... por un instante.

—¿Tres...? —murmuró.

—¿Qué pasa, Pablín?... —Papiro lo alcanzó justo cuando se estaba desvaneciendo. Silvina también lo asistió, asustada. Cuando pudo, empezó a pedir ayuda a los pocos transeúntes que caminaban por ahí.

—¡Pablo, Pablo, qué pasa flaco! Silvina, acercá el auto hasta acá, vamos para el hospital... ¡Ayuda, por favor! ¿Amigo, qué pasa?

Una hora después, Pablo fallecía en la guardia del hospital.




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