—¿Qué dijo...? —preguntó Abigail, cansada ya de llorar, abrazada a Silvina, que escondía su rostro en la campera de su amiga. Le acariciaba los rulos desordenados, consolándola, pero quería saber.
—Hizo el chiste de siempre... y se desplomó.
—Dijiste que dijo “tres”...
—Sí... “tres”. Por nosotras... —contestó Silvina, quebrada—. El chiste que siempre le hacía a Papiro... No lo puedo creer. Mi amigo... mi alma entera se fue...
Sumida en un llanto descontrolado, se apretó más fuerte a Abi, que la contuvo mientras pensaba.
—Nosotras somos dos... —susurró Abigail, casi para sí.
Silvina no prestó atención al comentario. Su mente estaba llena de recuerdos: ese hombre que amaba en silencio desde niña, ese amigo indispensable, único... había muerto ayer.
En la habitación de Abigail, Silvina se quedó dormida. El funeral había agotado todas sus fuerzas. Abigail la arropó, juntó sus propios pedazos y se dirigió a la pequeña cocina, donde estaba Papiro, con el cabello desordenado y los ojos rojos, marcando un número de teléfono una y otra vez, sin éxito.
—¿Se sabe algo de Bautista? —preguntó ella en voz baja.
—Abi, es como si se lo hubiera tragado la tierra. Él y su amigo no bajaron del pueblo. Corina regresó hoy a buscarlo...
—Va a desmoronarse cuando sepa... Tendremos que prepararnos, Papiro. Vos sos su única familia ahora...
Papiro detuvo el movimiento mecánico de marcar y cortar. Se acercó a Abigail, que se sentó en silencio. Le acarició el cabello y se sentó a su lado. La casa estaba sumida en un silencio absoluto.
—¿Cómo está Silvina?
—Se ha dormido. Tendremos que llamar a su madre si sigue así...
—Fue valiente. Manejó hasta el hospital, pateó la puerta de la guardia gritando... Se quedó hasta que la echaron entre dos enfermeros...
—Puedo imaginármelo. Haría lo mismo por cualquiera de nosotros... —le devolvió la caricia a Papiro, con ternura.
—¿Dónde mierda está Bautista...? —volvió a marcar, como había hecho durante las últimas veinticuatro horas.
Si Pablo estuviese vivo, ya estaría viajando a Catamarca para buscar a su hermano, como había hecho otras veces. Así que no lo pensó más.
—Cuidala mucho —dijo Papiro, poniéndose de pie.
—¿Papiro, volvés a la noche?
—No, Abi. Me voy a Catamarca.