Que Bautista no se dignara a contestar los mensajes ya era un problema, sobre todo porque la prima de Buenos Aires no dejaba de llamar pidiendo a gritos información sobre su novio. Tuvo que dejar a sus amigos en Córdoba y buscar la forma de llegar a Catamarca por rutas alternativas y económicas, porque ya de por sí se había quedado sin un peso. Así que pensó en volver a dedo hasta la ruta, en algún camión o en tren; como sea, debía volver en busca del joven. Lo que sí era un gran, gran problema era la furia que sentía. Se había separado del joven al pie del puesto, el puesto que él quería explorar aun en contra de ella, en contra de volverse a Córdoba a cancelar las deudas que ambos tenían, pagar el pequeño departamento antes de que el dueño tirara sus pocas pertenencias a la vereda, volver por Cochi, la pequeña perrita mestiza que ambos habían rescatado y que ahora estaba al cuidado de su madre. Quizás ponerse las pilas con algún trabajo fijo, más seguro, y sentar cabeza.
Este último pensamiento hizo reír a Corina: el único hoyuelo en sus mejillas oliva apareció. Eso de sentar cabeza, como siempre, quedaría en el último cajón entre las medias que no tienen par; ahí quedaría ese pensamiento. Porque si había algo que Corina y Bautista odiaban eran los trabajos fijos y seguros. Ahora llegaban las lágrimas, porque estaba realmente preocupada. ¿Y si les había pasado algo?, ¿y si se habían perdido en alguna zona peligrosa? Porque cierto era que Bautista, por más soñador y sin rumbo que pareciera, nunca dejaba de comunicarse con ella. Eso era algo que ambos hacían como religión.
Miró la ruta y vio venir un camión; hizo dedo y se subió. El camionero dijo que podía llevarla hasta la entrada de San Luis. Mientras viajaban, averiguó cómo llegar a Catamarca sin gastar dinero, el dinero que no tenía ya…
—Podés viajar con los chatarreros…
—¿Qué chatarreros, José? —Corina le cebó un mate. José tenía cinco hijos; las fotos de los pequeños estaban pegadas por todo el interior del camión. Las sonrisas de los niños se parecían mucho a la de su papá, que hacía un ruidito con el mate antes de entregárselo a Corina y contestarle.
—Los Bruno, piba… los Brunitos… Yo creo que ellos llegan hasta el tren. Es más seguro que vayas con ellos, piba. Incluso Conce, la esposa de Juan, viaja con ellos a veces hasta el tren. Cuando lleguemos a la entrada los buscamos en el parador.
José frunció el ceño. Lo cierto es que ver a esta señorita de preciosos ojos verdes sola, saltando de camión en camión, lo ponía nervioso. Pensaba en su hija Aldana, que con casi 17 podría encontrarse en esa misma situación. Por eso no dudó en parar y subirla. Por eso pensaba que dejarla con los Bruno era lo más seguro, y si Conce estaba ahí él podría seguir tranquilo su viaje.
Corina miró el perfil del hombre, las canitas entre los rulos desordenados y la sonrisa de sus hijos en su propia cara. Había sentido miedo, ¿quién dijo que no se sentía miedo? Pero tenía que volver por Bautista, como pudiera. No creía en hadas, dioses o duendes, pero sí creía en la buena suerte. A Bautista lo había conocido por casualidad: estaba escalando en Córdoba con sus amigos. Así independiente como era, se había sentido conmovida por el relato del joven cuando llegó la hora del fogón. Él venía con unos amigos, el de siempre Chamu y otros más, que estaban filmando en el Uritorco y haciendo una nota para una revista. A la hora del fogón, todos los que escalaban y los que filmaban se juntaban a tomar mate y a comer el guiso recalentado que se compartía en el camping. Bautista miraba fijo las maderitas quemarse; el fuego le iluminaba la cara pálida, como abstraído de todo. Corina estuvo ahí largo rato mirándolo y tomando mate cocido; el joven casi no se movía en su contemplación absoluta.
—Siempre le pasa… —Chamu se sentó cerca de ella.
—¿Perdón? —dijo Corina, dirigiéndose a Chamu, que le sonreía divertido.
—Que siempre se cuelga así… Puede estar mirando un fueguito como ahora o una lata, y se cuelga… Siempre parece estar en otro lado… —sonrió a Corina—. Soy Chamu… ¿vos escalás, no?
—Corina… sí. ¿Y él es…? —señala a Bautista, que con una ramita atizaba los carbones dentro del brasero.
Él era Bauti, Bauto, Bati… era Bautista. Esa noche se rieron sin parar los tres, porque podía ser conmovedor Bautista cuando iniciaba un relato sobre la tierra y el universo, pero también podía hacerte reír por horas. Creyeron ver ovnis entre las estrellas del cielo cordobés… y se fueron, solo Bauti y Corina; Chamu se quedó atizando las brasas y silbando.
José hizo luces a otro camión, y este acto gentil de la ruta sacó a Corina de sus recuerdos.
—¿Tus nenas más chicas van al colegio, José? —dijo Corina, señalando a las mellizas de rulos negros que sonreían desde la foto.
—Y sí… Mi idea es que estudien mucho. Soy camionero desde purrete, nena; para nosotros no quedaba otra opción. Si tu padre manejaba el camión, te tocaba viajar con él para mantenerlo despierto en la ruta y aprender el oficio…
—Lo decís con pesadumbre, José… ¿Te hubiese gustado otro destino para vos?
—Y sí… capaz aprender carpintería, como mi abuelo… —los ojos de José se perdieron en la ruta.
Un segundo después sintonizaron una radio y el cielo se oscureció.
—Esta parte del viaje no me gusta, che… Ponete una musiquita, nena… No vaya a ser…
—¿Qué te pone nervioso, José? ¿La noche, la soledad… el sueño?
—Nah, eso no… Para nada… La piba. La piba de la ruta…
—¿Cuál piba? —Corina intuyó una historia.
—Dorita… Hace dedo… como vos… pero no es como vos… está muerta. A veces la cruzo. No hay que parar…
—¿Un fantasma?
—Ni idea, nena. Dorita le decimos. Parece que es una piba que en vida se perdió tratando de llegar a Catamarca, como vos…
—Parece que sigue perdida, ¿no?
—Eso parece. No es buen augurio verla. Algo siempre pasa… pinchás, te perdés, chocás en el peor de los casos… No hay que parar, solo hacerle luces en señal de respeto…
—Bueno, José, esperemos llegar sanos…
—Despreocupate, nena… En dos horas te dejo con los Brunitos…