Apenas abandonó el andén, se perdió entre los vagones buscando a la mujer que le había pedido que subiera a los gritos. El traqueteo de la máquina de metal le dificultaba ir con rapidez. La larga fila de vagones estaba vacía; los recorrió dos veces con el mismo resultado: nada. Nadie. Estaba sola. Miró por las ventanillas el paisaje que pasaba con rapidez frente a ella; la vegetación infinita se adivinaba en la oscuridad de la noche. Se sintió sola y se rindió.
Las horas siguientes, infinitas, intentó abrir las ventanillas y las puertas. Revisó varias veces los baños y, ya cansada, se sentó y se quedó dormida. Soñó mil cosas desparejas entre sí: una plaza llena de lazos y banderines celestes, un desfile religioso, soñó con Pablo, soñó con las historietas de Clemente que leía Bautista.
—Niña… —le susurró una voz muy dulce. Se fue despertando; estaba durmiendo sobre el hombro de alguien. Abrió los ojos y vio el vagón repleto de gente que también dormitaba o charlaba con sus acompañantes.
—Niña… ¿bajás en la estación siguiente?
Bambi miró a la joven pelirroja que le sonreía. Su hermoso vestido azul era de seda suave; olía a polvo de rosas. Tenía en su regazo un pañuelo.
—No sé… —dijo Bambi, incorporándose y mirando por la ventanilla—. ¿En qué momento de la noche se llenó este vagón de gente?
—Estuve mirando tus aritos… son hermosos. Tengo unos parecidos —era realmente hermosa; su sonrisa de cristal se dirigía directo a Bambi, y eso era algo que no muchos hacían. Tal vez Pablo, pero no muchos más.
—Gracias… ¿usted para dónde va? —Bambi siempre era cuidadosa al preguntar; no siempre formulaba las preguntas como los demás lo harían. Estaba en una situación extraña: sola, en un tren, asustada, perdida… preocupada, quizás.
—Vuelvo a Catamarca… Perdón, soy Mercedes.
—Buen nombre… ¿y estamos lejos, che? —algo en Bambi se sobresaltó. ¿Qué hacía en un tren a Catamarca? Pero no dejó que ese sentimiento se transparentara en su cara.
—Un rato largo queda… —Mercedes se colgó del paisaje que amanecía: los cerros color ocre se recortaban contra el cielo apenas blanco. Una mano apretó fuerte el crucifijo de piedra rosa que colgaba sobre la pechera azul de su vestido—. No me dijiste tu nombre… pero está bien. ¿Tu familia te espera en la estación?
—A vos te esperan… —sentenció Bambi, esquivando la respuesta.
—Sí, me espera Juan, pero no en la estación. Juan es mi novio —sonrió Mercedes, acomodando los mechones de pelo desordenados de Bambi y ofreciéndole una galleta marinera que sacó de su bolso—. Comé; en un rato haré té. Ahora no, si me levanto despertaré a todo el vagón.
—Conozco a un Juan…, pero no es buena persona. No creo que vos estuvieras de novia con este Juan…
—Puede ser. Juan es un nombre bastante común; en la escuela donde enseñaba había muchos Juanes entre los niños: Juan Pedro, Juan Luis, Juan Pablo…
—¿Juan Pablo? Así combinado no parece nombre de mala persona… capaz de un zapato.
La carcajada de Mercedes resonó en el vagón. Por primera vez, una sonrisita curvó los labios de Bambi.
—Algunos nombres son tan especiales que signan un poco la vida de sus dueños…
—Mi mejor amiga se llama Abigail… Creo que su nombre es de bruja, pero ella no es realmente una; es más bien una niña triste.
—¿Y por qué es tu mejor amiga?
—Porque me siento conectada a ella, y porque, aun siendo asustadiza y triste, ella siempre está para mí. Aun con miedo, Abigail está para mí… y eso, para mí, es ser valiente —algo arrugó la cara pequeña y delicada de Bambi en un gesto de tristeza, apenas un segundo, hasta que llegó el llanto.
Mercedes la abrazó con ternura. Como hacía la tía Pupe cuando ella llegaba a casa: un abrazo firme, fuerte y lleno de ternura, donde podías desvanecerte, dejarte caer, que no pasaba nada. Estabas segura.
—Abigail es un nombre hermoso, como de hada… —susurró Mercedes mientras sostenía el abrazo.
—¿Mi amiga, un hada?… Sí —y se quedó dormida.