—No tenías que venir, Silvina…—
El rostro anguloso y moreno de Papiro se recortaba delante de los cerros otoñales y el atardecer. Silvina aún arrastraba la mochila lila en la que, horas antes, había guardado unas mudas de ropa, documentos y una cámara.
—Ya sé, ya sé… otra queja más, Papiro, y cada uno va a buscar a Bauti por su lado, creeme—sacudió la melena enrulada detrás de los hombros y se acomodó los jeans oscuros—. Y, por si te lo preguntás, me llamo Abigail apenas te fuiste…
—Hubiese hecho lo mismo. Yo misma le dejé una nota y la llegada del expreso a Catamarca…
—Sí, y yo te vine a buscar, nena… pero igual no debiste dejar sola a Abigail. A Pablo no le hubiera gustado…
—Lo sé, pero yo necesito saber dónde está Bautista y Chamu—miró el reloj rosado Baby-G que tenía en la muñeca—. ¿Corina no llegó aún?
—No. No supe nada de ella desde Buenos Aires… Estaba bastante enojada con Bautista y supe que, apenas cortó conmigo, se largó a la ruta…
—Ya llegará…—se tomó del brazo de Papiro y le sonrió—. No estés enojado conmigo; sabías que no me iba a quedar quieta, nunca lo hago. Abi también lo sabía. Solo quiero ver que Bauti esté bien y que, cuando sepa de Pablo, esté con sus amigos para consolarse… Se lo debo a Pablo.
Papiro suspiró. La joven tenía razón: no solo había que encontrar a Bautista, sino también prepararlo para el impacto de saber el destino de su hermano. Pablo era la única familia de Bautista; por más que tuviera un alma aventurera, siempre volvía con su hermano. Solo nombrarlo y pensar en su amigo lo entristeció. Se dejó caer en el banco de madera de la entrada vieja del puesto y ocultó la cara entre las manos. Triste y cansado, en los últimos días había recorrido el pueblo y no había encontrado nada. Había subido varias veces a las ruinas de la bruja. Nada. A Bautista y Chamu se los había tragado la tierra… o la montaña.
Silvina entendió el momento. Ella misma había viajado llorando y angustiada, pero tenía un plan. Había conseguido varios contactos: un arriero que había oficiado de guía de los jóvenes en su investigación sobre el puesto. La gente que hacía trekking en el valle con Corina le comentó que hablaba de ellos como dos “tomados” y otras reflexiones sobre su acceso a conocer la casa de la bruja. Recordó esa conversación mientras acariciaba la espalda ancha de Papiro, que seguía escondido detrás de sus manos.
Silvina recordó la última conversación que tuvo con Corina:
—No, Silvina, no creo que sea una cuestión de comunicación. Los chicos del acampe vieron al guía varios días después en la estancia donde paraban y desde donde salen los tours. Él dijo que no sabía nada de los chicos; que, según él, todavía estaban en el puesto, en la hostería—la voz de Corina sonaba enojada y agitada, como si estuviera recorriendo la casa de un lado al otro—. Bautista nunca deja de comunicarse; es un trato que tenemos entre los dos. Si no, lo nuestro no funcionaría, si estamos la mitad del tiempo haciendo cosas diferentes y a veces peligrosas.
—Esto no era algo peligroso; era una historia de aparecidos, una curiosidad…
—Parece que al final sí…
El silencio cortó la conversación que ambas jóvenes mantenían, aunque se quedaron un rato más en línea.
—Papiro salió para allá…—rompió el silencio Silvina.
—Estoy saliendo también. No tengo un mango, Silvina… Voy como puedo; me llevan unos amigos a las afueras de Córdoba. De ahí veré, no será la primera vez que llego a dedo…
—Yo voy para allá también. Te tendré al tanto, Corina. Veré cómo hacerte llegar dinero para un pasaje de avión. Por favor, no hagas locuras…—Silvina sollozaba.
—Lo siento, Silvi, no puedo quedarme acá… No imagino al Negro solo recibiendo la noticia de Pablo…
—Te entiendo, pero…
—En todo caso, nos veremos por ahí. Saludame a Abigail… Debe estar destrozada…
—Lo está, pero es fuerte…
Seguramente tardaría en llegar a Catamarca aun desde Córdoba, así que solo quedaba aferrarse a Papiro y empezar a investigar. El puesto era un pueblo del interior, no muy grande; no podían haberse esfumado. Quizás a Papiro se le había pasado algún detalle. Hacer una pregunta la mantenía activa y hacía que no decayera su ánimo.
—Bueno, nena, vamos… Hay que seguir buscando—Papiro se había recuperado. Tomó de la mano a Silvina y emprendieron el camino hacia el puesto.